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La semana pasada acompañé a mi abuelo y a otros investigadores del Instituto Superior de Estudios Guadalupanos (ISEG) a un congreso en Campeche. Durante el evento, se realizó una ceremonia magnífica, una de las mejores en las que he participado. Acompañó la misa un coro increíble que cantó en varios idiomas, el celebrante principal, Mons. Eduardo Chávez, director del ISEG, predicó una homilía impresionante, la cual me mantuvo expectante de sus palabras y los concelebrantes, dos sacerdotes argentinos con hábitos de monje, dieron un toque muy interesante a la misa, en especial cuando uno de ellos recitó a manera de cántico el evangelio. La espiritualidad estaba por los aires, todo era perfecto hasta el momento de la comunión.

Estaba sentado en la primera fila cuando una mujer de unos 35 años pasó a comulgar, luego caminó un poco y cayó al piso. Mis alarmas de médico se encendieron y pensé en acercarme a ella, pero rápido llegaron otras personas a su rescate cuando, sin advertencia, empezó a dar alaridos tan fuertes que resonaron por todo el lugar a la par que contorsionaba todo su cuerpo, cerraba los puños y doblaba las muñecas e incluso la columna como solo he visto en imágenes de libros sobre contracciones involuntarias por tétanos; para nada eran convulsiones, esas las conozco bien. Los gritos continuaban mientras algunas personas, monjes incluidos, sacaban del recinto a la mujer a la vez que los murmullos de la gente no se hacían esperar, pero la celebración continuó, hasta que de pronto, los gritos se escucharon de nuevo, pero en esta ocasión era otra persona sentada hasta el final del salón de congresos, no la pude ver, aunque igual la sacaron entre varios.

Hasta ese momento, aunque mi mente ya jugaba con el miedo, traté de pensar que quizá era alguna enfermedad iniciada en la primera mujer y contagiada a la otra por sugestión, pero dejé de pensar científicamente cuando en las bocinas se empezó a escuchar un gruñido que después evolucionó a quejido y siguió como llanto de bebé hasta que la misa culminó. Luego, uno de los monjes realizó una serie de oraciones como el padre nuestro y la salve, posterior a ello nos roció agua bendita.

No puedo estar seguro de lo que ocurrió, pero cuentan que esos monjes pertenecen a un monasterio donde realizan exorcismos. Tampoco puedo afirmar si realmente fue el demonio u otra entidad poseyendo a esas mujeres pero, desde mis ojos científicos, viví algo que parece sobrenatural y valdría la pena investigar ¡Pero no por mí!

Este suceso nos invita a evitar jugar al ocultismo y satanismo que en Día de muertos y Halloween sobresalen como malas bromas, las cuales, dicen, pueden abrir la puerta a entidades no vivas. Ya hemos hablado en esta columna muchas veces sobre la magia que no afecta a nadie ya que promueve valores como la prudencia.

Disfrutemos las fiestas próximas pero a manera de recordatorio cultural, no como una temporada de brujería o maldad, no vaya a ser que, pese al escepticismo, como el que tenía, el chamuco te sorprenda.

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