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Quienes habitamos en tierras mayas toda nuestra vida sabemos distinguir los cambios del año en la luz y en el correr del viento. Ambas, con coreografías renovadas, aparecen vestidas de anuncios y se pasean entre nosotros extendiendo caricias que sabremos identificar como nostalgia por los que ya no están, -y a quienes esperamos con impaciencia-, y alegría por otro comienzo del tiempo más bello del año.

¿Qué pasaría si este viento tuviera el deseo de no solamente pasar sino quedarse? De pararse en la puerta de tu casa y tocar con la esperanza de encontrar a alguien que, dispuesto, lo invite a pasar. La idea de habitar con el viento, sentarlo a la mesa, prepararle una comida, colgarle una hamaca y designar su espacio se convierte ahora en una posibilidad con la historia que nos toca para la lectura de esta semana.

“Una fuerte ventisca”, cuento del autor Etgar Keret, nos trae la idea mencionada.

Él, por supuesto, lleva el evento a los niveles más increíbles pero humanamente aceptados de la circunstancia. Advierto que para el disfrute total bastará imaginar todo y abrazar como posible la idea de que pudiéramos hacer lo mismo. El cuento comienza con una ventisca impertinente que recorre los espacios de una ciudad sin nombre en el Medio Oriente. De ella sabemos que aunque es pequeña lleva la potencia suficiente para cambiar los planes y rumbos de cualquiera que se la encuentre.

No tiene una trayectoria específica y se posa libremente donde bien le plazca. Quienes están conscientes cierran las ventanas y aseguran sus cosas para evitarse la pena posterior de andar buscando sus pertenencias en calles aledañas o todavía bailando entre ráfagas en el cielo. Un día, la ventisca decide visitar a un grupo de amigos que disfrutaba de la noche en la azotea.

Sin invitación, y no deseada, los obliga a bajar, a huir de ella y sentir el miedo que en sus notas proyectaba. Había sido responsable de romper cervezas, el aparato reproductor de música, las sillas y los cigarros. Causó pena por su torpeza, por su naturaleza destructora y su fuerza incontrolable. Entonces la invitaron a pasar. Le dieron una habitación y le prepararon buen café por la mañana.

Le enseñaron a jugar y la hicieron parte de la familia. La amaron tanto que no concebían la idea de un pasado sin ella. ¿Se iría? ¿La perderían? Por el momento no. Qué suerte tendríamos nosotros también de retener lo que no se ve pero que nos visita nombrando a quienes no están.

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