|
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram

La convivencia humana suele tornarse complicada después de cierto tiempo. Esto aplica para absolutamente cualquier tipo de relación, ya sea amorosa, familiar o de amistad. Quien diga que es capaz de mantener una convivencia sana con todas las personas que le rodean probablemente esté mintiendo.

Y no porque los seres humanos seamos una especie incapaz de mostrar empatía hacia el otro y por ende no podamos entablar “lazos” de sana convivencia, sino porque la verdad es que sentimos todo, sentimos demasiado y de forma personal. Incluso más de lo que nos gustaría admitir.

Pensemos que cada quien vive con una significativa carga temperamental y sentimental, haciendo de su propia consciencia un peligroso concepto que nos hace pensar que somos únicos; llevándonos por el camino del ya conocido todo-gira-al-rededor-de-mí. Lo que sucede después es conocido: chocamos con otras personas.

En “Una luz que se iba” (1967), del autor argentino Ricardo Piglia, conocemos la historia de dos hombres que, por circunstancias y antecedentes diferentes, ahora serán compañeros de cuarto. Comento, como antesala de la historia, que la posibilidad de sentirnos aludidos irá en aumento pero no percibiremos algún tipo de juicio contra nosotros. Se trata de una historia que, lejos de incomodar, invita a sentir; a entender.

Dos hombres, cuyos nombres ignoramos, comparten un piso en Buenos Aires. Uno de ellos recién llega de Bolívar, una provincia a 330 kms, y el otro nació y creció en la ciudad. La dinámica fluyó en un principio a pesar de que el hombre citadino solía entrenar boxeo dentro de la pieza y el recién llegado podía presenciar y escuchar todo cuanto hacía. Naturalmente, y con el paso de los días, el hartazgo por la rutina y la convivencia excesiva de días completos comenzó a tener un efecto de roce verbal entre los personajes, a tal grado que, en un punto, incluso la respiración del otro fue totalmente insoportable. ¿Qué sigue? Un predecible pleito verbal y físico.

En un cuento donde la elegancia de la narración pareciera sobrepasar la historia, poco importa la ausencia de un gran desenlace o un encuentro violento. Y justo ahí radica la grandeza del texto; en las letras que no pretendieron halagarnos con un evento entretenido que mereciera una pelea épica de acuerdo con la intensidad de los sentimientos contenidos entre los personajes. Porque, antes de todo eso, nos hemos visto reflejados en esa intolerancia justificable, perfectamente humana.

Lo más leído

skeleton





skeleton