Educar en paz y para la paz
De la cultura de paz a la educación para la paz.
La educación para la paz es el proceso de enseñar y aprender acerca de las amenazas de la violencia y las estrategias para alcanzar una forma de vida significativa, tranquila, armónica y sustentable. Como propuesta educativa implica tanto una forma de pensar, una filosofía, como una manera de enseñar y aprender, un proceso formativo. En términos muy generales, educar para la paz promueve que las personas obtengan y mantengan el poder personal suficiente para cultivar conocimientos, aplicar habilidades y vivir bajo principios que transformen la violencia en comunidad productiva, cuidado solidario, compasión y reverencia por la vida.
La frase “Cultura para la Paz” se ha convertido en un lema casi ubicuo, uno al que nos podemos estar acostumbrando. Puede ser usado incluso como estrategia mercadotécnica. Las buenas intenciones venden bien: no es difícil imaginar la cerveza o el refresco de cola para la paz. La cultura es también un producto cotizable, uno que compite en el mercado de las ideas con varios apellidos: cultura financiera, deportiva, popular, académica, empresarial... Y no es el caso: la cultura para la paz no pertenece a este grupo, porque está muy por encima. Es un asunto de supervivencia básica y de máxima trascendencia.
Vivir en una sociedad caracterizada por una cultura para la paz es un deseo muy antiguo que se mantiene siempre moderno, uno que difícilmente vemos cumplido a cabalidad. Resulta entonces imprescindible defender este anhelo humano de la trivialización y la pérdida de su sentido profundo, uno que abarca aspectos tanto espirituales como filosóficos, científicos y humanistas. Lo más correcto, por el momento, es hablar de ella como aspiración, quizá la más alta y genuina de la humanidad.
La razón por la que la cultura para la paz permanece casi exclusivamente como anhelo, a pesar de su repetida presencia en el discurso político e institucional, está relacionada con su inefectividad para promover por sí misma lo que pretende. Por un lado, es demasiado fácil desear una cultura así; por el otro, es mucho muy difícil hacer operativas estas intenciones. La frase Cultura para la Paz se queda como eslogan publicitario si no tiene una base y un motor. No es posible vivir en una cultura para la paz si ésta no se enseña y se aprende, y no se puede enseñar y aprender la paz sin investigarla a fondo.
Así, la mejor forma de entender la paz es metafórica: la podemos imaginar como un triángulo cuyos vértices son la Cultura para la Paz, la Educación para la Paz y la Investigación para la Paz. Podremos vivir armónicamente y en paz si en las escuelas se enseña qué es y cómo se vive en ella, y esto sólo es posible si las y los docentes tienen qué enseñar; en otras palabras, si hay quien aumente continuamente nuestro conocimiento de esta altísima aspiración.
Es común encontrar planteamientos educativos que mencionen, una y otra vez, que promueven una cultura para la paz. Si en estas instituciones no hay un programa educativo explícito para lograr esa cultura y un programa efectivo de investigación que alimente esta formación, lo más probable es que se trate de una aspiración sin ningún sustento.
Las instituciones educativas quintanarroenses harían bien en incluir, de manera trasversal e integral y no como pegote, un sólido programa educativo para la paz, sostenido con esfuerzos serios de investigación. Esto es particularmente cierto alrededor de las habilidades para la resolución y transformación del conflicto. De cualquier otra forma, la frase “Cultura para la Paz” se escucha hueca, como anuncio comercial pegajoso y olvidable.
(Eduardo Suárez / Profesor-Investigador, Depto. Desarrollo Humano, Universidad del Caribe).