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El INE es víctima de los partidos y los legisladores. La ley electoral tiene virtudes, pero también insuficiencias y defectos nada menores. Toda autoridad está para cumplir y hacer cumplir la ley; sin embargo, el margen de maniobra del INE es estrecho y la ley no prevé todo, además de que la norma se interpreta, es decir, hay espacio para que el reglamento provea en la esfera administrativa la ley en su exacta observancia, facultad equiparable a la que tiene el presidente de la República en materia administrativa.

El INE actúa en función de dos principios fundamentales: el de las libertades y el de la equidad. Los partidos han optado por lo segundo y a partir de la reforma que sucedió al controvertido desenlace de los comicios de 2006, se sacrificaron las libertades de los ciudadanos a costa de una equidad, discutible en el papel e inexistente en la realidad. El hecho es que los ciudadanos, siendo los actores más importantes del proceso electoral, son anulados en función de los partidos y de los candidatos. El modelo comunicacional es evidencia de ello. Para éstos todo, para los ciudadanos nada, o casi nada.

En términos de las facultades de interpretación que tiene el órgano electoral, son sumamente desafortunadas las expresiones de Lorenzo Córdova de que los empresarios están en los límites de la legalidad al expresar su posición respecto a los candidatos presidenciales.

No hay coacción del voto, menos en términos de lo que establece la ley. Los empresarios pueden expresar su opinión con libertad y no hay base legal alguna que se los impida en sus expresiones públicas, privadas o con sus empleados. López Obrador se ha dado el gusto de insultar, calumniar y agraviar a ciudadanos.

Que éstos resulten ser funcionarios, altos empresarios o miembros de la Suprema Corte no importa, son ciudadanos y merecen el respeto y el trato digno de cualquier persona. Al presidente del Consejo General del INE le debiera parecer además de un exceso, una conducta ilícita, al menos por lo que respecta al daño moral que determinan las normas civiles. El derecho de uno, un candidato, debe ser correlativo al del otro, un ciudadano.

El candidato presidencial con ventaja en las intenciones de voto cree que lo mismo es insultar que debatir; como argumento recurre a la agresión verbal al interlocutor. Decirle al crítico o al juez que está maiceado, para él puede parecer un argumento válido, justo y propio del debate democrático, pero en realidad es un acto de discutible legalidad y a todas luces ventajoso para quien tiene el beneficio de la cobertura mediática a partir de su investidura. López Obrador convoca a un cambio de régimen en muchos sentidos.

Debe preocupar su intolerancia y su confusión en temas fundamentales de la vida democrática.  El problema no solo está en lo discutible de muchas de sus propuestas, sino en su propia conducta, lo que dibuja un muy inquietante estilo de gobernar, más si el eventual triunfo fuera de amplio respaldo, acompañado por una importante mayoría legislativa.

La prudencia en él es un cálculo, al igual que la generosidad que dispensa a sus críticos. La promesa de no perseguirles cuando gane el poder, no le corresponde porque una autoridad solo puede hacer lo que la norma le permite y hasta hoy día no hay ley que le dé poder discrecional al presidente de perseguir a sus adversarios políticos, como tampoco de absolver por razones políticas a quien violente la ley.

El tiempo habrá de definir y clarificar no solo el sentido de las palabras y los juicios sobre las personas, también las conductas y sus consecuencias. Si López Obrador perdiera la elección a partir de un cambio abrupto y profundo del escenario actual, ya se sabe que no habría reconocimiento del resultado.

Si ganara la mayoría se estaría ante el dilema de un ajuste a lo que existe, con una previsible inconformidad de quienes desde hace tiempo le siguen, o se daría, como él postula, un cambio profundo y trascendente al estado de cosas existentes. Cualquiera que sea el camino, estamos ante el resurgimiento del caudillismo, con todo lo que implica.

López Obrador ha tenido la habilidad de construir su proyecto a partir del hartazgo de muchos con la situación existente. Hay una arrolladora expectativa de un cambio positivo pronto y repentino. El respaldo no es menor, el que crece por la pobreza de la resistencia ya no a su propuesta, sino a su conducta cívica y política. Es posible que estemos en los prolegómenos de un proceso político inédito de poder personal discrecional sin límites ni contrapesos. Para contenerlo desde ahora, nada mejor que la libertad de expresión.

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