Acompasado al silencio
En ese momento mi concentración estaba en traspasar la oscuridad, los ojos me ardían por no parpadear.
El silencio le acompaña, me dijo en un susurro casi inaudible. Aterrado, escondido y agazapado entre las sombras. No lo podía ver, pero sentía cómo temblaba, escuchaba su pesada respiración y podría apostar que lloraba, con sus lágrimas haciendo surcos de mugre, sudor y sangre sobre sus mejillas. Con voz entrecortada y seca repitió “el silencio le acompaña” en la oscuridad.
Entonces supe que no me hablaba a mí; “el silencio le acompaña”, volvió a decir. De pronto un siseo y las ruinas volvieron a quedar en paz. Silencio. Silencio y oscuridad. A lo lejos una gotera hacía eco y me jalaba a la realidad; la humedad de las rocas me daba la sensación de quererme despierto y atento. Me agazapé más entre un montículo de estalagmitas y sentí cómo me hundía en el frío barro que, en otra situación, me habría llegado hasta los huesos. En ese momento mi concentración estaba en traspasar la oscuridad, los ojos me ardían por no parpadear. Los sentía muy abiertos, como si con ellos pudiera ayudarme a escuchar mejor o como deseando encontrármela de frente y volverme parte de su colección. De pronto ocurrió: no le veía pero ella a mí sí, el juego había terminado, había ganado y ya me podía ir.
Esperé hasta sentirla detrás de mí, erguida, aferrada desde algún otro montículo. Me podía imaginar su cuerpo tenso y enroscado en alguna parte. Su cabello me hizo cosquillas en el cuello y sonreí incorporándome lentamente al tiempo que el siseo crecía. Finalmente tuve la libertad de exhalar; mis pulmones se habían relajado y fui consciente del frío, estaba cansado y tenía hambre. Cerré los ojos y giré buscándola con los brazos, manos y dedos extendidos palpando el aire. Su lengua bífida vibraba cuando salía en mi búsqueda, y su cabello inquieto le hacía coro. De pronto su presencia desapareció y emprendí la salida de la cueva, tropezando con pedazos de piedras que en algún otro momento habían sido turistas o quizá algún colega, pero que ahora yacían ahí desgastándose con el tiempo y la humedad.
Respiré profundo mientras me dejaba guiar por la luz que pintó de rojo el interior de mis párpados. Es cierto, pensé, el silencio le acompaña.