Que la riqueza arqueológica, ecológica, natural, de paisaje y arquitectónica de Yucatán es inagotable y está bastante subvaluada y menos explotada. Por dondequiera que uno vaya se encuentra muestras de esa rica y variada vastedad con que la naturaleza y el arte de sus hijos han dotado al Estado. Por ejemplo, en la zona sur hay, aparte de condiciones para el turismo de aventura y el deporte extremo, una gran cantidad de grutas y cenotes que contienen inclusive vestigios de la cultura maya.

El amante de la naturaleza puede internarse en la Sierra, saliendo de Tekax, y no dejar de asombrarse con la flora y la fauna que le salen al paso a la vuelta de cualquier vereda, pero, además, de pronto puede toparse con un camino en el que un pájaro reloj (to’h en maya) o tapacaminos se le pone enfrente y le desafía o una enorme boa o una chayilkan se desliza sinuosa a un lado de la vereda. O llegar hasta una gruta de insondables proporciones en la cual hay alojados vestigios de la civilización maya  patinados por el paso de los años y disfrutar también de la vista de enormes árboles y de la refrescante humedad de la selva. 

Que de milagro (quizá habría que atribuírselo a la Virgen de Guadalupe)  no ha habido un accidente de trágicas consecuencias en las carreteras yucatecas, donde cientos de antorchistas, sin más protección que algunas lámparas, corren para cumplir promesas a la Morena del Tepeyac, o van en bicicletas recorriendo el asfalto en la más densa oscuridad de la noche. Algo tendrían que hacer las autoridades, inclusive las eclesiásticas, para que la seguridad de esos devotos no esté toda en manos de la Guadalupana.