Ahí donde duerme la esperanza
En mi oficio de escritora y periodista siempre he buscado las venas que unen mi pasado de infancia con los niños de hoy...
Siempre creí que tuve una infancia difícil. A veces la falta de alimentos para el día nos hacía ser inventivos. En mi pueblo, como en muchos de la península, a la vera de los caminos se acumula la basura y en ella crecen calabaceras o plantas de tomate, son almacenes de comida cuando hay emergencia. En los casos extremos buscábamos entre el monte los nidos donde las gallinas ovaban, no hay cosa más graciosa que repartir un huevo entre ocho hermanos y de paso con mamá. Aún sigo pensando que fue una infancia difícil, pero divertida; sonreíamos a la esperanza de mejores tiempos. En mi oficio de escritora y periodista siempre he buscado las venas que unen mi pasado de infancia con los niños de hoy, la situación de estos meses se presta para esa búsqueda y ejercer actividades filantrópicas. En esa acción he encontrado el lugar en donde duerme la pobreza.
En los márgenes de la ciudad, en el sur recóndito, más allá del periférico, centenas de familias viven en asentamientos irregulares formados por casas de láminas oxidadas por el tiempo y lonas con mensajes electorales; los techos endebles amenazan con venirse abajo y las puertas permiten el paso del viento y otros intrusos; todos en conjunto son monumentos a la ignominia. “Venimos del pueblo, pensando que nos iba a ir mejor, pero no fue así, el hombre enfermó y sólo puede trabajar vendiendo paletas, lo que gana no da para comer”. La cara oscurecida miraba al suelo, sintiendo el peso del desaliento. “¿Qué traes ahí?, preguntó uno de los cinco niños que componen la familia, abrí la bolsa y le entregué un carrito de carreras.
Lo miró con ojos anodinos, incoloros. “¿Trajiste comida también?”, preguntó. Le busqué los ojos y lo que encontré fue la esperanza muerta. Uno a uno fueron pasando para recibir su obsequio, en nadie se dibujó la sonrisa esperada, en todos se replicaba la desesperanza. “Estamos sucios porque no hay agua, no tenemos electricidad, hacemos nuestra necesidad en bolsas de plástico que tiramos en los baldíos, dormimos en el suelo de tierra”.
Regresando a mi hogar, recordé la canción que hiciera furor en los setenta: “Que triste vive mi gente en las casas de cartón”. La pobreza está ahí, localizada, es cuestión de solidaridad para erradicarla. Mi vástago, incendiario de las teologías, me ha dicho: “En algún lugar del reino celestial, Dios se quedó dormido en medio de alabanzas celestes; a lo mejor sólo mira al norte”. No respondí, porque sigo pensando que mi niñez fue difícil, pero con esperanzas.