¿Alguien va a recontratar a los policías municipales?

La seguridad ha estado en la agenda pública durante años, junto a la corrupción, pero los sucesos de Iguala han sido la gota que ha derramado el vaso.

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México se enfrenta de manera fatal y repetitiva a los mismos problemas de siempre. Para mayores señas, ahí está la pobreza: denunciada, consignada, registrada y evidenciada desde hace décadas enteras, las colosales cantidades de dinero prodigadas por el Estado para atenuarla han apenas servido para reducir el índice de penuria de los mexicanos. Y, cada vez que se instaura un nuevo gobierno, cualesquiera que sean sus colores políticos, el discurso que profieren sus responsables no puede menos que prometernos que, ahora sí, se implementarán las estrategias para acabar con tan abrumador flagelo. 

Pero, terminamos por tropezar con esa piedra que nos obstruye machaconamente el camino hacia el bienestar ofrecido y, mientras tanto, se sigue perpetuando la escandalosa desigualdad de nuestra sociedad. Hoy, en algunas zonas del estado de Guerrero, por no hablar que de la entidad donde se registra la mayor agitación social en estos momentos, la pobreza es comparable a la que padecen los países menos desarrollados de África.

Con la cuestión de la seguridad ocurre lo mismo: ha estado en la agenda pública durante años enteros, junto al asunto de la corrupción —Miguel de la Madrid, en 1982, proponía ya la “renovación moral de la sociedad”—, pero las cosas no sólo no se arreglan sino que, tras una década de espantosas atrocidades y crímenes perpetrados de manera creciente en contra de una población que se siente cada vez más indefensa, los sucesos de Iguala han sido la gota que ha derramado el vaso al punto de que el presidente Peña enfrenta ahora una crisis sin precedentes.

Y, en consecuencia, ha tenido que abordar el tema, y esto muy a su pesar porque su primera intención, al asumir el cargo, fue centrar su discurso en las reformas que habrían de detonar, por fin, el desarrollo económico de la nación (otra asignatura pendiente, por cierto, que ya parece una suerte de maldición en tanto que no se logran los niveles de crecimiento que México necesita urgentemente). Ha recibido críticas, el presidente de la República, por destinar una parte de su discurso, justamente, a la cuestión de las inversiones, la infraestructura y los proyectos. Creo que habría que entender su postura: está meramente consignando la realidad de un país donde, a pesar de todo, se vive una incuestionable normalidad: la gente no ha dejado de hacer la compra los fines de semana, las armadoras de vehículos funcionan a todo tren, las exportaciones han crecido, los citadinos llenan los centros comerciales y los turistas viajan a las playas.

Pero, señoras y señores, éste es precisamente el gran drama de México: la nación está fracturada, dividida en sectores que no se pueden integrar porque funcionan a velocidades muy diferentes. La justicia misma se reduce a un tema de poder pagar un buen abogado y de no cargar sobre los hombros el fatal desamparo de haber nacido en la pobreza; hay una distancia abismal entre el regiomontano trabajador y ese individuo de mentalidad corporativista que, en otras zonas del país, exige violentamente que le sean concedidas plazas en el sector educativo sin someterse a un examen; hay una colosal disparidad de oportunidades según el medio social en que hayas nacido; y, al largo etcétera que seguiría en esta enumeración, habría que añadir el resentimiento y la insatisfacción de esos millones de mexicanos que se sienten totalmente marginados. Una auténtica bomba de tiempo.

Si pensamos meramente en el asunto de reorganizar las policías en los municipios, debemos entonces preguntarnos qué ocurrirá con los miles de agentes que serán echados a la calle. Ya he hablado, y mucho, de esto: México afronta el descomunal problema de tener, entre su población, a muchos malos ciudadanos. Y, por más que esta constatación parezca demasiado rudimentaria y simplista, estamos hablando de algo que no se puede obviar con discursos, propuestas, iniciativas o la consabida creación de comisiones. Toda esa gente, lo repito una vez más, ya está ahí, como un auténtico cáncer para la nación: jueces corrompidos, funcionarios ladrones, maestros irresponsables, policías tontos, vecinos desobedientes, empresarios abusivos… Y de los delincuentes ni hablamos.

Toda posible depuración entraña el obligado acomodo de los expulsados. Pues bien, ¿dónde los vamos a poner? ¿Van a vender Biblias? ¿Van a escribir poesía? ¿Serán trabajadores sociales en las alcaldías?

No he escuchado todavía ninguna propuesta concreta, así fuere de algún académico, sobre este tema. Bienvenidas todas las ideas que nos sirvan para la misión (imposible) de limpiar la casa.

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