Ante la horrenda muerte
Los grados de violencia empleada para desaparecer a los normalista de Iguala, literalmente dejan pasmados. La degradación humana a la que han llegado sus ejecutores haría palidecer a la bestia más salvaje.
Horrorizarse es un verbo que difícilmente se pueda conjugar hoy en México. Con el enorme caudal de horrores que se van sucediendo sobre largas y anchas franjas de la nación, nos vamos vacunando contra el miedo y el horripilante rostro de la muerte violenta nos deja indiferentes. Y no debiera ser así. No podemos permanecer impávidos ante la sangre que nos arrojan encima los acontecimientos.
Uno puede estar o no a favor de los violentos jóvenes de la normal de Ayotzinapa –yo no lo estoy: no me parece adecuada su actuación en general, apoderándose de bienes públicos y privados para manifestar su inconformidad y exigir beneficios que ninguna otra profesión da en este mundo donde la competencia por una plaza laboral es el santo y seña-, pero los grados de violencia empleada para desaparecerlos literalmente dejan pasmados. La degradación humana a la que han llegado sus ejecutores haría palidecer a la bestia más salvaje.
Insulta a la naturaleza humana la minuciosa descripción de todo el proceso que llevó a aniquilar a esos jóvenes hasta el grado de que identificarlos por los modernos métodos de verificación del ADN es una tarea cuesta arriba incluso para los forenses argentinos, curtidos ante la barbarie de una dictadura sangrienta.
La patria entera debería estar preocupada, no sólo por la muerte de esos jóvenes, sino, principalmente, por el grado de podredumbre social a la que hemos llegado.