Antiguos y nuevos géneros

A diferencia de las sofisticadas clasificaciones de hoy, las películas estaban en grandes cajotas: “de policías y ladrones”, eran simples robabancos y uno que otro matón y no como hoy, temibles narcos, destripadores.

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Ver cine en México no era tan complicado. A diferencia de las sofisticadas clasificaciones de hoy, las películas estaban en grandes cajotas: “de policías y ladrones”, en las que por lo general los segundos eran simples tahúres, robabancos y uno que otro matón y no como hoy, temibles narcos, destripadores, secuestradores, extorsionadores, etcétera.

Las “de Indios y vaqueros” no tenían pierde, con sus tipos clásicos, el Llanero Solitario y John Wayne; el género degeneraría en western spaghetti, un sacrilegio.

Las “de niños”, con dos subgéneros, las “actuadas” y las de “caricaturas” (que no incluían a los políticos), en clasificación “A”, pues la obscenidad estaba relegada al inframundo. Las “de miedo” simplificadas en las de vampiros, hombres lobo, momias y fantasmas, como variaciones del ícono Boris Karloff. Y las “de amor”, edulcoradas o dramáticas.

Con identidad nacional teníamos a las “italianas”, de directores neorrealistas y divas sensualotas que moldearon suculentamente el gusto de la infancia precoz y la adolescencia, con nombres que empezaban con “La”: La Loren, La Cardinale, La Lisi, etc. 

El gran cajón de películas mexicanas incluía dos cajotas: el churro mexicano y todo lo demás. Los niños no sabíamos distinguirlas salvo en los extremos, en uno las de la picaresca nacional y las del Santo y enmascarados contra hampones, momias y vampiros; en el otro, las artísticas, hechas en México y premiadas internacionalmente, con Buñuel al frente y más tardíamente Jodorowski, pero, como eran extranjeros, nos daba pudor llamarlas mexicanas, mientras que hoy los directores multipremiados son mexicanos, pero hacen películas españolas o gringas y nos da más pudor llamarlas cine mexicano.

En medio estaban las “de cantantes” y los dramas “de pueblo”. Los críticos, y no el público que las vio y disfrutó, llamarían Época de Oro a los títulos por ellos seleccionados sin respetar las clasificaciones emanadas del gusto popular.

La censura, desde la sacristía o la Secretaría de Gobernación, clasificaba las películas, primero  con A, B o C y las prohibidas. Tardíamente apareció la D, que alargaba la clasificación en una aparente tolerancia, para incluir películas antes prohibidas que sólo verían los degenerados. Aparentemente el criterio era la edad: C sólo para adultos mayores de 21 años y quién sabe a partir de cuántos años las D. Hoy serían películas para niños mayores de 9 años. Como en el resto del mundo, hombres de tijera mutilaban las escenas prohibidas; el fuego hacía el resto de la cirugía, pues el celuloide se quemaba fácilmente y el público veía con el aliento contenido las burbujas de la quemazón proyectarse en la pantalla y soportar al cácaro que suspendía la proyección mientras amputaba y suturaba el film bajo la rechifla general y algunas mentadas.

Hoy tenemos que hacerla de críticos eruditos, mientras del averno emergió todo lo que se censuraba y las películas sin corte llegan a ediciones ampliadas. El sexo, el más temible de los espantajos, es la parte más ingenua. ¡Qué tiempos señor don Simón!

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