Aproximaciones leves al Sol
Cien años… me obligó a devorar todos sus libros anteriores y desde luego todos los posteriores.
Recién integrado a MILENIO, Eliseo Alberto me confió haberle dicho a Gabriel García Márquez: “Eres a la literatura universal mucho más que Cervantes”, y que su amigo y tutor le respondió: “Yo también lo creo, pero no puedo decirlo en público…”.
La opinión de Lichi no emanaba de su gratitud por la decisiva mano que le echó el descomunal escritor con Fidel Castro para que pudiera emigrar de Cuba, sino porque estaba convencido de que nadie de lengua castellana le quedaba encima.
Tenía yo quince días de reportero en el periódico El Día cuando el director, Enrique Ramírez y Ramírez, me mandó llamar para notificarme de algunos incentivos y obsequiarme Cien años de soledad, cuya existencia y autor desconocía.
Aunque por esos años prefería leer historia y filosofía, la novela me cimbró tanto como cuando Aureliano quedó afectado la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Con apetito de náufrago la devoré inclusive (a punto de bajarme contrariado por la interrupción) hasta en los estribos de autobuses y tranvías. La sola genealogía de los Buendía y su trama fantástica me hacía retroceder páginas completas para tratar de asimilarla, pero fue solo por Mario Vargas Llosa y su García Márquez: historia de un deicidio, que medio lo conseguí, así que me llevó más de lo necesario comprender que “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Cien años… me obligó a devorar todos sus libros anteriores y desde luego todos los posteriores (¿qué tal El otoño del patriarca?, donde el déspota le lleva de regalo a Manuela, su novia, reina de la belleza del barrio de los pobres, un eclipse?).
Lo conocí paseándose por la redacción de Excélsior atenazado por Julio Scherer García, y 34 años después coincidimos cinco semanas en el mismo hotel (Habana Riviera) durante la crisis que llevó al exilio a 125 mil cubanos que salieron como “indeseables” por el puerto de Mariel, y me contactó con cuadros clave del Departamento América que lideraba el legendario Manuel Piñeiro (comandante Barba Roja en la revolución). Gracias a esos mismos oficios, 22 años más tarde fui convocado al balconeo de la plática de Fox y Castro que croniqué en este diario bajo el Comes y te vas.
Pocos pero gozosos fueron mis encuentros con el hombre a quien hoy se rinde tributo, y siempre con su imprescindible Mercedes. Ni qué decir del que organizó Carlos Slim en torno de Carlos Payán o las comidas memorables en las casas de Héctor Aguilar Camín y Joaquín López-Dóriga (a la más reciente, con la salud del marido ya quebrantada, llegó únicamente La Gaba).
Por la ascendencia que les reconocía, me aventuré en William Faulkner y releí a Rulfo (quien le dio a García Márquez la receta de buscar en lápidas nombres para personajes literarios).
Y buena parte de lo que creo saber de Gabriel García Márquez lo leí en Siempre!, en entrevistas magistrales de Jacobo Zabludovsky, a quien le contó, mejor aún de como terminó escribiéndolo (en Doce cuentos peregrinos), el relato de los niños que mueren ahogados de luz…