Ayotzinapa y elecciones

Lo más relevante no viene de las reglas y las instituciones, sino de la realidad política y social del país.

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Las elecciones de 2015 serán distintas en muchos sentidos. Están las nuevas reglas y sus efectos: la concurrencia con comicios locales en casi dos terceras partes del país, el INE ávido de acreditarse, la fiscalización exhaustiva y paralela a las campañas, la nulidad inminente en resultados cerrados, la paridad de género en candidaturas, las restricciones de gasto y publicidad, tres nuevos partidos, etcétera.

Lo más relevante no viene de las reglas y las instituciones, sino de la realidad política y social del país. No obstante el logro inédito por las reformas mediante el acuerdo entre el gobierno, los partidos y el Congreso, éstos enfrentan una de sus mayores crisis en su conjunto y por su propia cuenta. Ayotzinapa potenció el desafecto popular sobre todo y todos en la política. 

El incumplimiento de la responsabilidad del Estado de proteger la vida y bienes de personas adquirió validez en el imaginario colectivo frente a la desaparición de 43 estudiantes. Sin embargo, el caso particular remite a un problema mayúsculo más allá de Iguala y de septiembre de 2014.

Es un problema de Estado y, por lo mismo, requiere que el conjunto de la institucionalidad lo asuma proactivamente. La presión se centra en el Presidente, pero atañe a todos. El Poder Judicial está descalificado como instancia de justicia eficaz. El silencio de quienes lo representan se viste de complacencia. Parecen hacer creer que la impunidad no existe o no les implica. No advierten que el país vive su peor crisis a pesar de un Poder Judicial Federal y una Corte independientes y remunerados en exceso. 

Problemas del fuero común suelen invocar, pero al igual que los mexicanos lo hacen con el gobierno federal, el juicio y condena resulta de la realidad: la justicia penal prácticamente no existe y es tema de Estado no solo de gobierno.

Con el Congreso y los partidos sucede algo semejante. Sus integrantes también asumen que el problema es del gobierno y en todo caso están dispuestos a procesar lo que les venga avalado por sus dirigentes. No hay representatividad y la impunidad por las faltas de los legisladores y la opacidad persisten. Partidos o Congreso no son escuela de democracia. Los partidos están en ganar votos y el pragmatismo en el objetivo los lleva a obviar límites, principios y responsabilidades. La historia de los Abarca se reproduce de muchas formas y no solo en el PRD.

A pesar de la crítica centralista y partidaria, así como del desprestigio que han provocado casos particulares, en la mayoría del país los gobiernos locales son instancias acreditadas y con mayor ascendiente respecto a las instancias federales o centrales. Son también muchos los ayuntamientos que cumplen razonablemente con su responsabilidad. 

Sin embargo, la falta de recursos propios, especialmente en los municipios, además de la brevedad del mandato (que no la resuelve la reelección, sino la complica) los ha vuelto el eslabón más débil de la cadena. En su mayoría no pueden con la inseguridad y la consecuencia, en algunos casos, es la connivencia con el crimen organizado. Son muchos los alcaldes y gobernadores que le han dado vuelta a la inseguridad; se les debiera escuchar con cuidado para aprender de lo bueno y no asumir que todos son los Abarca o los Vallejo.

Al INE debe cuidársele. Los más obligados en ese empeño son sus propios integrantes, en especial, los consejeros. Se ha vuelto común en los partidos golpear al órgano electoral para ganar influencia. Los tiempos de crisis, desconfianza y violencia vuelven obligado proteger a las instituciones clave en el proceso democrático. El cambio electoral le impuso al INE responsabilidades mayúsculas y quizá desproporcionadas. 

Es de sentido común la mesura y el ánimo constructivo de quienes habitan el mundo electoral. En meses partidos y candidatos estarán en la lucha por los votos, disputa fiera y apasionada; es deseable y muy probable que existan condiciones para que las elecciones tengan lugar en normalidad, pero subyace un ambiente de descrédito y desconfianza a todo lo que se asocia a la política. 

Lo más relevante de todo y prueba de ácido será el reconocimiento del resultado adverso y, en su caso, su revisión a través de los medios que las leyes establecen. Los políticos deben ser los primeros en acreditar a la política y a sus instituciones.

La secuela de la lucha contra la violencia y los efectos de casos como los de los jóvenes normalistas de Ayotzinapa han enfermado a todo el cuerpo nacional. No es dolor de cabeza, afecta a todo el sistema circulatorio y nervioso. No es fatal, pero sí demanda actuar sobre las causas, con oportunidad y de manera conjunta. 

El Presidente ha definido posición; ahora corresponde al Poder Judicial federal hacer lo propio y también a la pluralidad del país, así como a la sociedad y a sus organizaciones. La vida sigue y hoy por hoy, la tarea es que la violencia no envilezca a las instituciones y procesos de la democracia.

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