El barbas

La cerveza quizá borre de su mente un rato toda la desgracia que seguramente vive.

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Ocurrió en el Periférico: hacía alto antes de doblar a la derecha. Hacía un calor invernal (en Mérida así es el calor que en otras tierras es infernal: casi 40 grados a las 3 de la tarde en enero). No venía muy contento que digamos porque, además, el auto tiene descompuesto el aire acondicionado y el dinero no alcanza para repararlo.

En fin, no vine a quejarme de mis desgracias. Sigo: de pronto empiezo a oír que sobre el techo del vehículo caen pequeños objetos, con un ruido apenas perceptible. Bastante más molesto, empiezo a buscar a quién le voy a mentar la madre y como a dos o tres metros veo a un sujeto flaco, andrajoso, apestoso y con una barba y una pelambre secas y tiesas de tanta mugre y la piel cubierta de costras de tierra. La ropa, si es que así puede llamarse la que llevaba, tenía más agujeros que tela. Cargaba un costal de henequén y llevaba un anillo en la mano izquierda. Era él quien estaba tirándome pequeñas piedras como para atraer mi atención.

No pude decirle nada de lo que había pensado dos segundos antes. Al contrario, le pregunté: ¿Puedo ayudarte en algo?
-Invítame a una cerveza –me pidió.

Pensé, como hacemos todos ante una petición semejante: 

-Sí, cómo no. Voy a costearle su vicio. Ni madres. 

Pero luego: Qué más da. La cerveza quizá borre de su mente un rato toda la desgracia que seguramente vive (nadie, creo, quiere estar en una situación como la de este hombre). 

-Venga, vamos por tu cerveza –le dije y caminamos a la tienda de esas “de conveniencia” (¿por qué les llamarán así)? que estaba a unos pasos-. De una vez pide seis, unos charritos y chile jalapeño y nos las echamos.

Instalados bajo un árbol, apartados de la vista de quienes por allá pasaban (y de los policías que castigan con más dureza beber en la vía pública que traficar con bienes comunales o vender droga), abrimos la primera. Se le fue por el gaznate en tres tragos y de inmediato acusó los efectos. Sonrió por vez primera desde que nos conocimos. Tomó un puñado de charritos y tres rajas de jalapeño y raudos se fueron tras la cerveza. Abrió la segunda y ya más calmado la bebió a sorbos menos apurados. Yo apenas iba por la primera. El alcohol le soltó la lengua.

-Amigo, qué bueno que no me trataste con el mismo desprecio que otros.  La mayoría nomás me ve cómo estoy y siente mi pestilencia o mira mi cara peluda y sucia y se aleja asqueada. Y tienen razón. 

La historia que me contó es digna de una novela de Paco Ignacio Taibo II, al que yo admiraba antes de unirse a Morena. Se las debo... por hoy.

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