Brutalidad a la medida del victimismo

México se ha poblado de colectivos que han logrado un escandaloso nivel de impunidad por el mero hecho de exhibir ostensibles "sociales".

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Esta película ya la hemos mirado: grupos de agitadores de todas las proveniencias arman disturbios en una determinada localidad y cuando la fuerza pública interviene no hay ya manera de saber si lo hizo de forma correcta, para preservar simplemente el orden público y salvaguardar los bienes de vecinos que no tienen nada que ver en el asunto, o si, por el contrario, perpetró abusos contra personas inocentes que pasaban por ahí o que simplemente ejercían el derecho, perfectamente legítimo, de protestar.

La capital de Estados Unidos (Mexicanos) padece una auténtica epidemia de protestas callejeras que afectan directamente a sus ciudadanos, tan resignados como impotentes y que, curiosamente, no salen ellos a los espacios públicos a exigir que esas manifestaciones se regulen, como en todas las ciudades del mundo civilizado, para no afectar la actividad económica y, sobre todo, para garantizar un derecho irrenunciable, el de la libre circulación. En Chilpancingo, Morelia y Oaxaca también tienen lugar protestas que afectan seriamente la vida cotidiana de sus habitantes y que provocan pérdidas incalculables. Y sabemos que cualquier pretexto es bueno para bloquear la carretera México-Puebla o, justamente, esa importante autopista del Sol que cruza la capital del estado de Guerrero.

Lo que más te llama la atención es que los primerísimos damnificados son los propios mexicanos, gentilicio que utilizo deliberadamente en estas líneas para subrayar que la condición de los afectados es fundamentalmente la misma que la de los otros, esos connacionales cuyo primer propósito no parece ser el de escenificar una protesta ante los abusos del poder sino el de fastidiar a sus semejantes.

Y es que estamos hablando de un fenómeno que viene siendo, ahí sí, una verdadera imposición en tanto que restringe las garantías de terceros y perjudica directamente a sus intereses. El viajero que circula por una autopista y que se topa con un bloqueo se trasforma automáticamente en un rehén; el habitante de un barrio que no puede llegar a una entrevista laboral porque turbas de manifestantes cierran una avenida sufre un perjuicio irreparable que, encima, nadie le va resarcir; la enfermera a la que se le aplica un descuento por arribar con retraso al hospital no tiene tampoco a quién pedirle cuentas. Pero, las víctimas de estos abusos parecieran no solo carecer de derechos, sino tampoco merecer consideración alguna: no cuentan porque, por lo visto, no representan intereses dignos de atención y, en consecuencia, las autoridades de este país se desentienden de obligaciones tan fundamentales, en lo que toca a las garantías que debieran ser aseguradas a la colectividad, como el simple mantenimiento del orden público o el resguardo del patrimonio de los particulares. Y así, los normalistas de Michoacán incendian autobuses y sus cofrades de Guerrero prenden fuego a una estación de servicio —donde, por si fuera poco, un empleado se abrasa y termina luego por morir en el hospital— sin que ocurra una respuesta terminante del Estado (y, extrañamente, sin que otros sectores de la ciudadanía expresen esa feroz indignación que, por el contrario, se apresuran a exhibir los activistas de los movimientos “sociales” cuando uno de los suyos es víctima de la “represión”).

Estamos hablando, luego entonces, de grupos que parecen gozar de derechos diferentes: México se ha poblado de colectivos que han logrado un escandaloso nivel de impunidad por el mero hecho de exhibir, lo repito, ostensibles y muy declaradas aspiraciones “sociales”. Por lo visto, lo “social” es una auténtica patente de corso para perpetrar toda suerte de desmanes a la vista y paciencia de autoridades acobardadas que, renunciando vergonzosamente a la innegable legitimidad que les otorga el hecho de haber sido elegidas democráticamente, se abstienen de intervenir porque el fantasma del 68, o sea, la ignominiosa realidad de un gobierno auténticamente represor, intolerante y autoritario, sigue impregnando sus negras conciencias. No se actualizan y no se han enterado de que México, hoy día, es otro país y de que, en las democracias liberales hay leyes y reglamentos que autorizan plenamente el uso de la fuerza pública para responder a la violencia.

Pero, justamente, el problema se agudiza doblemente porque la actuación de nuestros cuerpos policiacos, cuando reciben finalmente la orden de intervenir, no es tampoco la adecuada: no sabemos, para empezar, si detienen a los verdaderos culpables de los desmanes; y, de seguro, cometen excesos y arbitrariedades. Y es ahí, al confrontarnos a la contingencia de la brutalidad policiaca, donde volvemos al punto de partida en el asfixiante círculo vicioso que escenifican, por un lado, los provocadores, los inconformes urgidos de (redituable) victimismo, los extremistas y, por el otro, los funcionarios acomodaticios, los hombres públicos temerosos de apoquinar con el consabido “costo político”, los dirigentes populistas y los gobernantes irresponsables.

¿Quién paga los platos rotos? Pues, México entero, un país que sigue siendo el sumiso rehén de las minorías vociferantes.

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