Casos extraños, casos personales
Abramos la mente a la posibilidad de sabernos dos personas completamente distintas en un mismo ser...
Hay comportamientos humanos que rompen las barreras psicológicas del tiempo. Si bien los contextos culturales y sociales dictan ciertas conductas, resulta verdadero que en nuestras conciencias encontramos lugares comunes al saber reconocer el bien y el mal. Lo tenemos detrás del oído y el timbre que escuchamos es el de nuestros padres, o quizá lo tenemos en la punta de los dedos y la advertencia vino de nuestros abuelos. A final de cuentas, somos seres conscientes.
Situándonos en la Inglaterra victoriana, pero sin perder de vista nuestros tiempos y espacios, miramos la obra de Robert L. Stevenson: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886). El curso de la historia es el siguiente: ha ocurrido un hecho preocupante, un hombre de aspecto horroroso y pequeño se ha cruzado con una niña cuando ambos caminaban en direcciones opuestas y la ha pisoteado con movimientos automáticos y fluidos dejándola en el suelo, para espanto de los que miraban atónitos. Las acciones marcan los caminos de la gente y éste fue el móvil para posteriormente llegar a un punto de reconocimiento y destrucción.
Abramos la mente a la posibilidad de sabernos dos personas completamente distintas en un mismo ser. El culpable se hacía llamar Mr. Hyde, quien era al mismo tiempo el Dr. Jekyll. El primero, poco conocido y repudiado por el evento de la niña y por un posterior asesinato. El segundo, un doctor respetado cuyas referencias y cualidades sociales eran nombradas con los mejores adjetivos.
Las transformaciones surgían mediante una mezcla de sales, el Dr. Jekyll perdía su identidad y fisonomía para dar paso a la presencia mental y física de Mr. Hyde. Ambos representan el bien y el mal, el límite de la conciencia y de las acciones; la debilidad humana y los pensamientos más obscuros.
¿Llevamos algo de ellos en nosotros? No hay temor en conocernos, mirarnos, sabernos.
El equilibrio supone un vaivén entre ambos aun cuando no tengamos sales de por medio para transformarnos, somos nuestro propio detonante o antídoto.