Una wixada de risa

'Enfilado' por un trámite de telefonía celular, me preguntaba qué sería del dueño de la empresa más grande de telecomunicaciones si tuviera que estar en mi lugar.

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Estuve hace unos días en el centro de servicio de una empresa de telefonía móvil para renovar mi plan.
En la amplia plaza comercial y dentro de un generoso espacio diseñado para la expedita atención a sus clientes fui recibido por una señorita mona y educada que de inmediato me tendió un papel numerado.

Con una mirada angelical me advirtió: “El trámite en cuestión puede llevarle al menos una hora, ya que se encuentran en espera veinticinco usuarios”.

Pueden calcular mi incrédula mirada al observar la culebreante procesión haciendo cola. Total, ya estaba ahí, así que, haciendo de tripas corazón, me integré a la larga fila.

Ahí conocí a doña Eduviges, septuagenaria de chongo y chalina, y a don Espergencio, entrado en sus ochenta y dos. De inmediato nos identificamos.

Amablemente, mientras platicábamos, hacíamos más leve la espera trasladando alternativamente −todos al mismo tiempo− el peso del cuerpo de la pierna izquierda a la derecha, en una lenta y coordinada coreografía que bien hubiera envidiado Martha Graham para una puesta en escena.

Corregíamos de paso la postura, porque las extremidades inferiores mostraban indicios de entumecimiento. No obstante, reconozco que nadie mostró flaqueza alguna. Estoicos aguardábamos −como canta Delgadillo− a que avance el de adelante, sí, para seguir andando.

Enfrentados a tan desfavorable circunstancia, nos animamos comentando en voz alta el desperdicio y los millones de pesos tirados a la basura en manuales de procedimientos y gestión de calidad de servicio propios de la empresa del segundo hombre más adinerado del planeta.

Lo que empezó en una justa demanda fue tomando visos de sabroso anecdotario hasta el paroxismo de una hilaridad desenfrenada cuando recreamos la hipotética odisea de Carlos Slim −aguantando vara, a su edad, con sus achaques y su cara de pocos amigos−, esperando a ver a qué horas el director, gerente, afanador o algún policía bancario le hacían la valona de prestarle una silla.

Cual mecha dinamitera corrió el jolgorio. Constreñidos por las cintas de los soportes que limitan la línea de espera, los allí presentes festejábamos la ocurrencia hasta que doña Eduviges, llorando de risa y haciendo con sus manos la señal de pedir tiempo, nos invocaba apartarle su lugar, suplicando: “Me wixo, un baño, me wixo…”.

¡Vaya biem!

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