¿Cómo se compone todo esto?
No hay partido que se libre de un desprestigio que se plasma en la implacable sentencia popular de que “todos son iguales”.
La clase política mexicana enfrenta una descomunal crisis de credibilidad. No hay partido que se libre de un desprestigio que se plasma en la implacable sentencia popular de que “todos son iguales”. Iguales de malos, esto es.
No se salvan tampoco las autoridades federales. Si el logro de haber consumado las reformas no entusiasmaba demasiado al respetable, ahora, tras los sucesos de Iguala y las persistentes exhibiciones de violencia en muchos puntos del país, el crédito del Gobierno de Enrique Peña ha disminuido drásticamente.
Estamos hablando, muy seguramente, de un fenómeno de nuestros tiempos porque mandatarios como François Hollande o Michelle Bachelet afrontan todavía cotas más bajas de aceptación pero, a diferencia de Francia y Chile, la rabia mexicana se está manifestando bajo el inquietante signo de la brutalidad. Y, de cualquier manera, y más allá de la agitación social —o, ¿tendríamos que decir criminal?— que tiene lugar en entidades como Guerrero y Oaxaca, este descontento teñido de recalcitrante desconfianza resulta muy nocivo para la vida pública: las sociedades necesitan cohesionarse en torno a una suerte de esperanza común pero la incredulidad que hemos alcanzado promueve, por el contrario, el pernicioso individualismo del mal ciudadano.
En este sentido, es poco lo que pueda hacer un presidente de la República cuyas acciones están fatal e irremediablemente acotadas por los usos de la política. El Pacto por México, que en su momento pareció una especie de milagro nacional, requirió no sólo de una incontestable habilidad negociadora sino de calculados compromisos con una oposición que no se distingue particularmente por su lealtad ni por procurar los intereses superiores de la nación.
Esa necesidad de preservar acuerdos habría sido, según parece, la razón que llevó a que la Fiscalía de la federación no actuara contra el señor Abarca a pesar de las denuncias de René Bejarano y de la información que, suponemos, tenían los servicios de inteligencia del Estado.
Reflexionen ustedes, lectores, sobre la realidad de las cosas en un mundo donde los precios a pagar, que ya parecen muy altos en su momento, terminan siendo absolutamente exorbitantes; dicho de otra manera, podríamos aventurar la presunción de que, de haber sabido de los terroríficos acontecimientos que se desencadenarían precisamente por no haber incomodado a sus señorías del PRD con la detención de un canalla cobijado y promovido dentro de sus filas, en el Gobierno se lo habrían pensado dos veces. Sin embargo, todo iba tan bien y tan prometedor se anunciaba el futuro que, en esa circunstancia particular, mirar hacia el otro lado parecía un detalle menor.
Y, qué caray, el recordatorio de que la legalidad es un principio innegociable ha sido en verdad devastador. Tanto, que el posible fracaso del tal Pacto por México también parecería, a estas alturas, casi irrelevante.
Pero, luego entonces ¿por dónde va el camino y cuáles son los espacios para la acción, aquí y ahora, en el México real de la política y de los intereses partidistas? Porque, independientemente de que se puedan hacer juicios más o menos severos sobre las actuaciones de unos y otros, la celebración de un gran acuerdo nacional para tramitar las reformas sí era una cuestión importantísima y decisiva para el futuro de nuestro país.
En este sentido, creo que hemos perdido un tanto la visión sobre la trascendencia que tienen estos cambios, aunque los beneficios habrán de percibirse a mediano plazo.
Estamos hablando de un logro muy notable que habrá de marcar indeleblemente la presidencia de Enrique Peña aunque el tema de la violencia criminal —aderezado de reivindicaciones sociales y de demandas imposibles de cumplir— ocupe ahora todos los espacios de la agenda pública.
Ahora bien, ha llegado también el momento de reconocer que el problema de la inseguridad está comenzando a comprometer la viabilidad misma de la nación. No hay manera ya de soslayar esta realidad por más que fuera la principal causa que enarboló Felipe Calderón.
Desafortunadamente, tampoco es algo que se pueda cambiar de la noche a la mañana como para que se mitigue siquiera un tanto el descontento de los ciudadanos: hay que reconstruir todo el aparato de la justicia, ni más ni menos.
Y, por si fuera poco, México está enfrentando, junto con muchos otros países, un entorno económico adverso, algo que está por completo fuera de la competencia de Gobierno federal. Vienen tiempos muy difíciles para todos, señoras y señores.
P.S. Tenía en la cabeza la figura de Hipólito Mora. Escribí, en mi columna del jueves, el nombre de José Manuel Mireles en su lugar. Una disculpa a los pacientes lectores.