Cordero y Madero: la oposición desdibujada

Sacar ventaja a punta de desacreditaciones se denomina mudslinging. Y todo vale: al rival no solo se le exigen cuentas de su desempeño público, sino que las calumnias están a la orden del día.

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Es bastante entendible, aparte de aceptable dentro de los usos y costumbres establecidos, que los adversarios de distintas proveniencias políticas se tundan de lo lindo cuando compiten ferozmente por un cargo. En inglés le llaman coloquialmente mudslinging a la estrategia de sacar ventaja a punta de desacreditaciones. Y, todo vale: al rival no sólo se le exigen cuentas en lo que toca a sus desempeños públicos sino que, en el más puro ejercicio de las tácticas ad hominem (es decir, la descalificación directa de la persona y de sus rasgos individuales como un recurso para invalidar sus argumentos), las calumnias están a la orden del día. Y si hay manera, por ahí, de sacar un cadáver del armario, nadie se tentará el corazón: así aparecen, muchas veces, historias de trapacerías, adulterios, hijos no reconocidos, amistades poco recomendables o escándalos de alcoba que terminan por dejar fuera de combate al aspirante.

Pero, todo esto suele acontecer cuando los competidores no militan en la misma agrupación partidista. Es decir, cuando son opositores de verdad y que, una vez concluidas las hostilidades, el perdedor habrá de retirarse enteramente de la contienda para lamerse las heridas en el ingrato territorio de la derrota y esperar, si es que algún día llega, una segunda oportunidad. Las cosas dejan de estar tan claras si los contrincantes pertenecen a un partido, digamos, como Acción Nacional en el cual, luego de conocerse los resultados, uno de los dos estará obligado, por simple disciplina gremial, a acatar las disposiciones del nuevo jefe o, por lo menos, a someterse de dientes para afuera para no vulnerar la sacrosanta “unidad” de la militancia.

Esta obligada convivencia poselectoral, por llamarla de alguna manera, impone ciertos códigos de conducta que no debieran ser infringidos: por más cínicos, desfachatados y presuntamente pragmáticos que puedan ser los hombres políticos, es muy difícil, luego de haberle soltado rudos denuestos en su cara a uno de ellos, que se guarde tan despreocupadamente los agravios en lugar de que sirvan para alimentarle, insidiosamente, un ánimo de venganza. Pero, además, los costos del desprestigio no los pagará únicamente el aspirante deshonrado sino que salpicarán al resto de la cofradía: para mayores señas, si en el PAN tienen lugar compras de votos y marrullerías en ocasión de unas votaciones para elegir a su dirigente nacional, entonces este instituto político ya no tiene casi nada que ver con aquella fuerza opositora primigenia impulsada por Manuel Gómez Morín que, a lo largo de decenios enteros, se diferenció orgullosamente del antiguo régimen priista y sus prácticas corruptas. El ciudadano de a pie, en este sentido, no puede más que sentirse profundamente decepcionado de esta desviación de los preceptos fundacionales.

Más allá de la guerra sucia entre Madero y Cordero, hay un tema sustantivo que debiera preocuparnos a los votantes de este país en tanto que el PAN, después de todo, ha sido el partido que protagonizó la alternancia democrática y que llegó a ocupar durante doce años la casa presidencial: el debate entre los dos aspirantes se ha reducido casi a una disyuntiva entre el posible colaboracionismo de la anterior dirigencia, promovido por Madero, y esa suerte de obstruccionismo que propone Cordero para restaurar la esencia opositora de un partido que, según parece, le hubiera entregado prácticamente un cheque en blanco al Gobierno de Peña Nieto.

No sabemos, bien a bien, cómo se hubieran podido procesar en el Congreso los cambios legislativos sin la participación de un panismo que, de cualquier manera, pudo expresar abierta y palmariamente su rechazo a la reforma fiscal. Ernesto Cordero tiene tal vez la respuesta.

Algo sí debieran tener bien claro los panistas: el camino que tomará su partido con el nuevo presidente. Ya nos avisarán, luego de recoger los platos rotos de estas elecciones.

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