Cuando todos mienten es muy difícil saber qué pasa

El siglo XXI no sería el escenario de guerras entre las naciones, sino que habría de estar marcado por la delincuencia, el terrorismo y los conflictos sociales.

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Hay un elemento absolutamente escalofriante en la realidad mexicana de nuestros días: regiones enteras del país son asoladas por bandas de sanguinarios criminales que saquean, destruyen, matan, secuestran y torturan como si viviéramos las épocas más oscuras de la historia humana. Y esto, señoras y señores, en tiempos de paz y sin otro enemigo identificable que esas organizaciones criminales ante las cuales el Estado parece totalmente rebasado.

Ya nos lo avisaban los estudiosos: el siglo XXI no sería el escenario de guerras entre las naciones sino que habría de estar marcado por la delincuencia, el terrorismo, los conflictos sociales y la decreciente disponibilidad de recursos naturales. Y, en este sentido, México estaría cumpliendo a cabalidad con las profecías de los sociólogos: se ha convertido en el territorio privilegiado de los enfrentamientos contra unas mafias mundiales del narcotráfico que, por si fuera poco, ya no se limitan meramente a negociar con las sustancias que los Estados se empeñan tercamente en prohibir sino que asumen abiertamente las funciones de la autoridad en muchas comunidades. La especie de que un personaje como El Chapo es una suerte de benefactor que dispensa generosamente mercedes a sus paisanos no sería más que una parte de la ecuación: en ciertos pueblos, las organizaciones criminales cobran tributos a los ciudadanos, hacen justicia por cuenta propia y ejercen un poder tan absoluto como aterrador.

El tema que más figura ahora en los titulares de la prensa es el de Los caballeros templarios y los grupos de autodefensa en Michoacán pero no podemos olvidar la estremecedora incursión de Los Zetas en Allende, un poblado de Coahuila situado en la región de los Cinco Manantiales, en marzo de 2011: unos 30 vehículos se aparecieron en el lugar y los sicarios que desembarcaron incitaron a los pobladores a saquear 40 casas a las que luego prendieron fuego y demolieron con maquinaria en venganza por haber sido traicionados por sus habitantes. Retornaron en varias ocasiones para seguir el pillaje y, según cuentan los pocos lugareños que se atreven a hablar, secuestraron a unas 300 personas, entre los familiares y los vecinos que habían tenido meramente cercanía con los presuntos traidores.

Luego de tres años (estarán ustedes de acuerdo en que nunca es tarde cuando hay temas tan posiblemente apremiantes como la masacre más espeluznante de la historia moderna de México), la autoridades de justicia de Coahuila acaban de llevar a cabo una operación para localizar a los desaparecidos. Y, pues sí, han encontrado por ahí, en un rancho, una fosa con centenares de cuerpos. Ah, y los lugareños ahora cuentan con la protección de las fuerzas policiacas estatales pero —y aquí viene una noticia devastadora que cancela cualquier esperanza que podamos tener sobre una mejoría de las cosas—el diario local Vanguardia tuvo a bien informarnos, el pasado 25 de febrero, que el alcalde y sus colaboradores prácticamente echaron del pueblo a los agentes de la Policía Acreditable y del Grupo de Armas y Tácticas Especiales (GATE). ¿Por qué? Pues, miren ustedes, porque estos ángeles guardianes habían comenzado a pedir cuotas de “protección” a los comerciantes, es decir, a extorsionarlos.

Mientras tanto, en Michoacán es imposible saber quién es quién. Aparecen, en esa tragedia de enredos, personajes muy diversos pero, sobre todo, muy poco confiables: el tal doctor Mireles, un antiguo médico militar, encarcelado en 1988 por traficar con mariguana, que representa ahora a un grupo de autodefensa y que, de paso, ha acusado, sin prueba alguna, a una senadora del PRD de tener vínculos con un grupo criminal; Hipólito Mora, otro cabecilla de las milicias ciudadanas, que denuncia la infiltración de las fuerzas por parte de la organización de Los caballeros templarios y que, a pesar de que ha pedido a sus hombres que entreguen las armas, es detenido porque le imputan la muerte de dos rivales de su grupo; un individuo muy oscuro, apodado El Americano, usado presuntamente como señuelo por Mora, que se mueve a sus anchas a pesar de que lo relacionan directamente con las mafias, y que habría sitiado la localidad de La Ruana para restarle fuerza al antedicho Hipólito; un comisionado del Gobierno federal que no tendrá manera de salir airoso del asunto y otros actores, muchos otros, que se mueven en las sombras mientras prosigue la imparable degradación de un territorio sin ley. ¿Qué vamos a hacer?

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