De telenovela

Con el paso del tiempo, una misma historia contada en infinitas formas se convirtió en el principal producto de exportación nacional.

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En 1992, mientras la ex Yugoslavia se desangraba en una masacre étnica, una telenovela mexicana salió al aire en las repúblicas en conflicto. Cada noche, el fuego, la metralla y la muerte de miles de niños y mujeres se detenía una hora de Belgrado (Serbia) a Zagreb (Croacia) para vivir y sufrir con “Los ricos también lloran”.

La telenovela mexicana operó un milagro nocturno en los pueblos en guerra. Con el paso del tiempo, una misma historia contada en infinitas formas se convirtió en el principal producto de exportación nacional, pero también se consolidó en el mercado interno: la cenicienta que se enamora del príncipe y enfrenta romances, traiciones, envidias, mentiras y finales felices.

Con el aumento del costo de la vida, las telenovelas poco a poco suplantaron a las bellas artes. Amplia franja de la población carece de poder adquisitivo para ir al teatro, al cine, a un concierto y, en ocasiones, hasta para comprar libros de literatura.

Nuestro régimen político jamás usaría su puño de hierro mientras tenga a la mano otros métodos para mantener a la población alejada de su triste realidad y difícil futuro. Así, encontró en las telenovelas un vehículo de propaganda maravilloso y se asumió como protector de la sensibilidad de la gente.

En una entrevista, hace casi dos décadas, el productor Raúl Araiza nos dijo: “Las historias de cenicientas y príncipes con un final feliz son un sueño mariguanero porque nunca han existido, ¡pero a la gente le gusta soñar!”.

Lo que no deja de sorprenderme es que, como en la ex Yugoslavia, muchos de mis conocidos abandonan cada noche a su familia, sus amigos y su realidad para perderse en ese sueño.

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