¿De veras es tiempo de desarmar a las "autodefensas"?
En un país de leyes no pueden merodear individuos con fusiles de asalto o ametralladoras para asegurar su protección, la tarea corresponde a las autoridades.
Ha llegado el momento, según las apreciaciones del Gobierno federal, de que los grupos de autodefensa de Michoacán entreguen las armas. Y este juicio no se limita a una mera incitación —una amable sugerencia dirigida a las milicias ciudadanas— sino que entraña acciones legales: Alfredo Castillo, el comisionado federal de seguridad para esa entidad, ha lanzado la advertencia de que las personas armadas serán detenidas.
Muy bien, entendemos que en un país de leyes no pueden merodear individuos con fusiles de asalto o ametralladoras para asegurar su propia protección sino que la tarea está a cargo de las autoridades. Hay que recordar, una y otra vez, la indisoluble referencia a la violencia física (legítima) que el sociólogo Max Weber estableció para definir la naturaleza de Estado moderno. La fuerza, en sus propias palabras, “no es el único medio del Estado ni su único recurso […] pero sí su medio más específico”. Y, en este sentido, tiene el monopolio absoluto de la violencia, es decir, no debe ceder su uso a individuos particulares que se pudieran desenvolver fuera del entramado institucional.
Pero, a ver, ¿qué tanto puede el Estado mexicano, a través de las autoridades locales, garantizar la seguridad de todos aquellos michoacanos que, enfrentados a la amenaza directa de unos delincuentes tan sanguinarios como brutales, se han visto en la necesidad de resolver las cosas por su propia cuenta? Dicho de otra manera, cuando las fuerzas y los cuerpos de seguridad federales hayan abandonado Michoacán, con el tranquilo sentimiento del deber cumplido, ¿existirán ahí, en ese territorio, las condiciones para que los habitantes lleven una vida de reconfortantes seguridades?
En todo caso, los mismos ciudadanos de esa comarca no parecen estar enteramente convencidos de que los Gobiernos locales —el estatal y los municipales— tengan la capacidad para asegurar un entorno de normalidad y certezas jurídicas. Ciro Gómez Leyva, en su columna del pasado viernes, publicaba los datos de una encuesta realizada por el Gabinete de Comunicación Estratégica: la mitad de los michoacanos respalda la postura de José Manuel Mireles, portavoz de los grupos de autodefensa, de no entregar sus armas al Gobierno.
Ah, y casi ocho de cada diez piensan que Jesús Reyna, ese antiguo gobernador interino relacionado presuntamente con las organizaciones criminales, sería apenas la punta de un iceberg de oscuras complicidades entre los políticos y los delincuentes. Así las cosas, con una ciudadanía sumida en la desconfianza y un aparato judicial que no ha sido mínimamente depurado, ¿es posible emprender la retirada y, por si fuera poco, desarmar a unos ciudadanos que quedarán así en la más escalofriante indefensión?
Es evidente que la situación es muy compleja y confusa en Michoacán. De seguro, en los tales grupos de autodefensa se han infiltrado delincuentes y sujetos que persiguen intereses espurios. Pero tampoco se puede meter la mano al fuego para certificar la probidad de policías locales, agentes del Ministerio Público, politicastros, funcionarios y jueces.
Es más, ellos son, en primerísimo lugar, los responsables directos de la situación. La podredumbre tiene un fuerte componente institucional y el Gobierno federal tendría que emprender otras acciones para garantizar una mínima seguridad antes de decidir la retirada del Ejército, la Marina, la Policía Federal y el propio comisionado Castillo. Es decir, debe permanecer más tiempo en la entidad, años enteros quizá, para limpiar de verdad la casa.
En este sentido, es tal vez comparable la reciente operación en Michoacán a la estrategia global de seguridad de Felipe Calderón: en el sexenio anterior, se llevaron a cabo acciones muy puntuales para combatir a los delincuentes y para atrapar a algunos canallas. Pero, una vez consumadas estas tareas, ¿no era absolutamente imperativo emprender un verdadero trabajo de saneamiento de todo el aparato de justicia? De otra manera, ¿cómo esperar que mejorara la situación? ¿Qué seguridad se puede tener en el futuro si los policías corruptos siguen ahí, si los jueces liberan a asesinos, si los fiscales no son siquiera capaces de aportar los elementos para configurar cabalmente una averiguación previa y si los políticos son cómplices de los sicarios?
Antes de desarmar a los grupos de autodefensa, centenares de policías comprados por las mafias deberían ser detenidos y juzgados, por no hablar de todos los demás traidores infiltrados entre las diferentes autoridades de Michoacán. Mientras no haya justicia, no habrá seguridad. Y, mientras no haya seguridad (ni posibilidad de brindarla efectivamente), a la gente hay que dejarla que se defienda como pueda.