DF, ciudad segura. ¿El fin del mito?

Se olvidó el jefe de Gobierno de que la delincuencia golpea, sobre todo, a los más pobres de los mexicanos.

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En tiempos de Obrador, los habitantes de la capital salimos a las calles a manifestarnos masivamente para exigir el más elemental de los derechos: la seguridad. Vivíamos en una ciudad pavorosamente azotada por la delincuencia. Pero, no le gustó al hombre esta indiscutible expresión del poder ciudadano: aduciendo que se trataba de una mera embestida política de sus adversarios —y, en consecuencia, reduciéndolo todo a un asunto que tenía que ver con él, es decir, con su augusta y omnipresente persona—, se apresuró a descalificarnos de palabra. Poco después, hizo que sus empleados en la alcaldía publicaran un cuadernillo de historietas para ridiculizarnos.

Hablando de embestidas: no tuvo reparo alguno, el caudillo ofendido, en utilizar recursos públicos para escarnecer a quienes habían querido simplemente ejercer una prerrogativa primordial en cualquier sociedad democrática: la de exigir cuentas a sus gobernantes. 

Y, en su intento de caricaturizarnos a los manifestantes como un insignificante tropel de señoritos frívolos y damiselas superficiales ataviadas con trapos de Chanel, se olvidó el jefe de Gobierno de que la delincuencia golpea, sobre todo, a los más pobres de los mexicanos, esos que se supone constituyen su clientela más incondicional y que, encima, estaban allí también, venidos de lejanos rincones de la República, exhibiendo las fotos de sus pequeños muertos en un secuestro en Guerrero o de sus hermanas torturadas por los canallas sádicos de Ciudad Juárez. 

Nos quedó muy claro, a muchos de nosotros, que aquel personaje de piel tan delgada era la representación misma de la intolerancia al confundir deliberadamente el ejercicio de las libertades ciudadanas con un ataque a su figura siendo que, en una sociedad abierta, lo más normal es que los hombres públicos estén en la mira de los ciudadanos.

En fin, ocurrió después una suerte de reparación colectiva al agravio: cuando Vicente Fox solicitó, a través de la Fiscalía de la nación, un proceso de desafuero contra Obrador, ahí sí, miles de sus simpatizantes volvieron a llenar las calles de Ciudad de México para denunciar la maniobra política de la “mafia en el poder”, más allá de que hubieran podido existir fundamentos para emprender la cuestionada acción legal. 

La diferencia es que en esta segunda manifestación participaron directamente las organizaciones políticas afines al candidato presidencial de las izquierdas en México. Estamos hablando, en todo caso, de dos de las reuniones públicas masivas más importantes de los últimos tiempos en la capital.

Pues bien, al concluir el mandato de Marcelo Ebrard, sucesor de Obrador en el Gobierno de Ciudad de México, el tema de la seguridad no solo había dejado de ser uno de los puntos candentes en la agenda, sino que la capital aparecía como una de las ciudades más protegidas del país. Tanto, que muchas personas de otras entidades emigraron pura y simplemente al DF para vivir más tranquilamente ahí.

Algo, sin embargo, se ha resquebrajado en las últimas semanas. Ha tenido lugar, primeramente, un extrañísimo suceso: 12 jóvenes personas se encuentran desaparecidas, secuestradas presuntamente en un local de la Zona Rosa, y no sabemos siquiera, luego de 15 días, si fueron detenidas allí mismo porque, en una ciudad vigilada por miles de videocámaras, no hay registro de ninguna actividad extraordinaria en las afueras del lugar. 

Además, las informaciones filtradas a cuentagotas por las autoridades nos podrían hacer suponer que pertenecían, a su vez, a una banda de narcotraficantes o que conocían a sus raptores o que no ha sido secuestradas todas ellas o que fueron levantadas en otro lugar o que todo esto es un montaje… La historia, en sí misma, sería absolutamente esperpéntica de no ser por el hecho de que los familiares de las víctimas no las han vuelto a ver y, por lo tanto, que la desaparición es tan real como asombrosamente inexplicable.

Y, luego de este acaecimiento, la ejecución, en un gimnasio de Tepito, de cuatro hombres, en la más pura tradición nacional del ajuste de cuentas entre organizaciones criminales. Unas mafias que, según las autoridades del Gobierno del Distrito Federal, no operan en la capital de la República pero cuyos métodos, por lo visto, han sido prontamente imitados por los grupos locales dedicados al narcomenudeo.

Estos sucesos, con todo, no debieran inquietar demasiado al ciudadano de a pie o al turista. Si no frecuenta locales de la Plaza Garibaldi, donde pudiera ser matado a golpes luego de no pagar una cuenta desorbitada, no tiene de qué preocuparse. No estamos ya en aquellos tiempos de Obrador, ¿o sí?

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