¿Dónde estaban todos ustedes?
El horror y la ignominia han estado aquí mismo, entre nosotros, durante un buen tiempo pero nos hemos acomodado, sin mayores problemas, a esta espantosa realidad.
Esta pregunta deberían responderla, antes que nadie, los colegas que ejercen el periodismo. Y todos aquellos que, horrorizados por los sucesos de Ayotzinapa, se desgarran las vestiduras denunciando, de pronto, que este país vive tiempos indeciblemente aciagos como si las estremecedoras tragedias que han ocurrido en los últimos años no merecieran los lamentos, las encendidas denuncias y las rabiosas acusaciones que están saturando ahora las páginas de los diarios y las redes sociales.
Vamos a los hechos: una tarde de marzo de 2011, en el poblado de Allende, situado en la región de Los Cinco Manantiales de Coahuila, se aparecieron 40 camionetas tripuladas por sicarios de la organización criminal Los Zetas y, a lo largo de varios días, saquearon casas, incendiaron locales y se llevaron detenidas a más de 300 personas —entre ellas mujeres y niños— que no han vuelto a aparecer.
Casi cuatro centenares de seres humanos, según otras estimaciones, por los que nadie salió en momento alguno a manifestarse en las calles; mexicanos inocentes que no desataron un movimiento marcado por la leyenda “Vivos se los llevaron vivos los queremos”; pobladores de una localidad que, como escribía yo la semana pasada, vivían meramente sus existencias de todos los días sin otro pecado, la gran mayoría de ellos, que el de ser parientes, cercanos o lejanos (por no hablar de personas, visitantes o empleados, que estaban simplemente allí, en el lugar equivocado y a la hora equivocada), de dos o tres delincuentes que habían traicionado a unos mandamases de la organización quienes, en venganza, perpetraron la abominable masacre de civiles.
Y esto, en las narices de una prensa nacional que —pensaría yo, porque a eso se dedican los periodistas— tuvo en sus manos la materia prima de un suceso que hubiera debido ser investigado, denunciado, reseñado y revelado como lo que fue: una tragedia inconmensurable y monstruosa, aparte de vergonzante para la nación entera.
Pero, no. No hubo titulares en los periódicos ni manifestaciones en las plazas ni bloqueos de autopistas ni cierres de centros comerciales ni incendios de oficinas públicas. Es más, hasta hoy, la noticia no es sabida por una gran mayoría de personas que se sorprenden cuando se enteran pero que no parecen indignarse demasiado.
Y, bueno, sigamos con el recuento de lindezas que tienen lugar en nuestro país y que no han sacudido tampoco nuestras conciencias al punto de que hayamos, en algún momento, sentido que estábamos al borde de la revolución o de ese “estallido social” que tan perversamente anhelan los más radicales de los izquierdosos. En una localidad de Tamaulipas, aconteció, en agosto de 2010, lo que se conoce como la “primera masacre de San Fernando”.
Y sí, en efecto, las cosas no terminaron ahí, con la muerte de 58 hombres y 14 mujeres —en su mayoría, emigrantes de Centroamérica, secuestrados por Los Zetas (vaya vileza, la de perseguir a los más desheredados de los desheredados, gente desesperada que abandona el terruño y emprende un azaroso viaje para labrarse un mejor futuro en tierras lejanas), que no pudieron lograr que sus familiares pagaran los rescates— sino que ocurrió otro asesinato masivo (faltaba una reedición en forma de las atrocidades, señoras y señores), en 2011, y en esa “segunda masacre de San Fernando” fueron ejecutadas por lo menos 193 personas, aunque doña Isabel Miranda de Wallace habla de que pudieron morir hasta 500 seres humanos.
Ah, y los policías de ese municipio de Tamaulipas también fueron cómplices de los desalmados criminales pero nadie habló, en su momento, de que se hubiera perpetrado un “crimen de Estado”.
Lo que quiero decir es que el horror y la ignominia han estado aquí mismo, entre nosotros, durante un buen tiempo pero que nos hemos acomodado, sin mayores problemas, a esta espantosa realidad. Pero ahora, repentinamente, hemos tomado en préstamo una conciencia de ciudadanos sensibles, aparte de combativos. Denunciamos así unas atrocidades que, hasta hace poco, no nos quitaban el sueño o que no nos indignaban lo suficiente como para que se detonara una crisis como la que vivimos en estos momentos. Justamente, ahora mismo se descubren, todos los días, fosas con cadáveres en todo el territorio nacional. ¿Sumamos esos cuerpos a los 43 de Ayotzinapa o seguimos ignorando selectivamente a las otras víctimas?