¿Dónde están los indignados mexicanos?

El término “acarreados”, tan consustancial al habla autóctona, no es otra cosa que la escrupulosa consignación de una estrategia muy socorrida.

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Las protestas populares de Brasil —mucho más que las de Grecia, Chile, España, Israel, Túnez o Estados Unidos—comienzan a plantearnos incómodas disyuntivas: ¿No deberíamos nosotros también estar en las calles? ¿No padecemos, aquí, condiciones de adversidad e injusticia social como para organizar manifestaciones tan masivas como las que hemos visto en las ciudades de la nación suramericana? ¿No llevamos, colectivamente, un sentimiento de agravio que nos carcome todos los días y que nos obligaría a expresarlo, firme y decididamente, en nuestros espacios públicos?

En todo caso, resultaría, de estas interrogantes, una primera reflexión sobra la propia naturaleza de la protesta en las calles. El espacio público es, en efecto, un gran escenario de la inconformidad ciudadana. Pero, ¿lo es siempre y en todas las circunstancias? 

Esta última pregunta parece estar dirigida especialmente a los habitantes de una ciudad de este país, en particular, que es el escenario cotidiano de toda suerte de manifestaciones organizadas, muchas veces, con los pretextos más nimios, desde el punto de vista social, y en las que, por si fuera poco, participan apenas unas decenas de personas (perfectamente capaces, eso sí, de trastornar el orden público y de poner de cabeza la vida de los demás ciudadanos).

La calle, en México, es además una suerte de recurso particular de los partidos políticos: el término “acarreados”, tan consustancial al habla autóctona, no es otra cosa que la escrupulosa consignación de una estrategia muy socorrida en un país poblado por muchos ciudadanos manipulables, gente dispuesta a perder un día entero en un acto partidista a cambio de una dádiva insignificante. Por lo visto, la capacidad de llevar personas a un crucero importante y de que bloqueen el tráfico es una suerte de demostración de poder político personal y, sobre todo, una valiosa moneda de cambio para cualquier futura negociación. Dime cuánta gente reúnes y te diré quién eres.

Pero vivimos además la cultura del bloqueo: un día sí y el otro también, avenidas y carreteras son cerradas por manifestantes. Y esto ocurre ante la sorprendente (aparte de escandalosa) pasividad de unas autoridades a las que, por lo que parece, el mantenimiento del orden público les tiene sin cuidado: la Autopista del Sol es el gran trofeo para los maestros agitadores de Guerrero y en estos mismos momentos se encuentra bloqueada una carretera en el norte del territorio.

Ahora bien, uno podría hacerse muchas preguntas sobre la eficacia de estas acciones, suponiendo que quienes las organizan tienen, en efecto, un propósito bien establecido. Después de todo, las cosas siempre se hacen por algo. Y, en este sentido, los logros obtenidos son muy desiguales: por una parte, hay grupos que siempre se salen con la suya y que precisamente por eso arman anualmente, sin faltar, sus algaradas. Y esto, con un calendario muy definido: todos los oaxaqueños saben perfectamente cuándo será tomada la capital del estado por las nefastas huestes de la CNTE y los niños de la entidad saben también cuántos días del año estarán sin clases a causa de las huelgas de sus maestros.

Es más, este ausentismo laboral deliberadamente programado ya forma parte de las tristes estadísticas que manejan algunas instituciones. El ejemplo cunde y es tal vez por ello que muchos otros grupos negocian en la calle, a punta de desórdenes y vociferaciones, las prebendas y privilegios que, por lo visto, no logran obtener por vías más institucionales.

En los espacios públicos de nuestro país conviven, luego entonces, la protesta legítima, esa que vendría siendo una ejemplar manifestación de ciudadanía, y la otra, la del chantaje crónico, auspiciado por un sistema corrupto.

En todo caso, no salimos ahora a las calles, creo, porque ya llevamos años enteros allí.

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