El cáncer de la izquierda latinoamericana
Lula da Silva, hay que decirlo, tiene una hoja de servicios impecable fuera de sus frecuentaciones en el ámbito exterior y de su retórica populista.
Inácio Lula da Silva es sin duda un gran líder político y jugó un extraordinario papel como presidente de Brasil. Pero en el tema de la política exterior sus desempeños no son tan ejemplares: su extraño acercamiento a Mahmud Ahmadineyad, para mayores señas, lo coloca el bando de los dirigentes más impresentables del escenario internacional y cuestiona seriamente su vocación democrática. Tan es así que su sucesora, esa señora Rousseff que recibió en su momento el más incondicional espaldarazo de Lula para participar en la contienda presidencial, tomó sus distancias y se negó a tener un encuentro oficial con el mandatario de la República Islámica de Irán durante la celebración, en 2012, de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible (Río+20).
Pero, sin desestimar por completo la argumentación de Lula sobre lo poco beneficioso que resulta aislar a un régimen y aplicarle sanciones, este acercamiento es sobre todo una muestra, una más, de las típicas actuaciones de los representantes de la izquierda de nuestro subcontinente. Con tal de plantarle cara a Estados Unidos y de marcar claramente un rechazo a las posturas del “imperio” en el ámbito internacional, los presidentes que van de “progresistas” no dudan en celebrar impropios maridajes con los personajes de la más dudosa catadura, así sean éstos los primerísimos represores de sus propios pueblos y, por ello mismo, los que debieran afrontar el rechazo global de las naciones democráticas del planeta.
No hay en Ahmadineyad elemento alguno que pueda ser rescatable: se ha mantenido en el poder gracias a elecciones de muy cuestionable legitimidad, persigue y encarcela a los disidentes en Irán, ha soltado declaraciones absolutamente inaceptables sobre Israel y el pueblo judío, consiente la persecución religiosa en su país y, por si fuera poco, representa a un pavoroso régimen teocrático, de usos y costumbres medievales, donde las mujeres no solo carecen de los más mínimos derechos, sino que pueden ser condenadas a muerte y ejecutadas bárbaramente por poco que cometan, ya no un delito menor, sino una mera infracción a la inflexible moral imperante. Si recibes a Ahmadineyad en casa y le estrechas la mano, estás avalando un sistema de inaceptable crueldad y oscurantismo.
Sin embargo, así como el presidente de Irán no es el único ejemplar viviente de la subespecie de los autócratas represores, tampoco Lula es la excepción entre los líderes de esa “izquierda” latinoamericana que, como decía, no tiene mayores problemas de conciencia para confraternizar con los hermanos Castro, para reconocer al tiranuelo de Corea del Norte o para conformar alianzas regionales cuyo objetivo fundamental, soslayando deliberadamente la defensa de los derechos humanos o de la democracia, es la más cerril oposición a Estados Unidos: ahí están los señores Rafael Correa y Evo Morales —junto con la señora Kirchner y, desde hace algunas semanas, el tal Nicolás Maduro, esperpéntico heredero del comandante Chávez—, bien dispuestos a cerrar filas.
Los hermana, además, una muy curiosa intolerancia a la crítica y una muy desvergonzada soltura para acallar las voces de sus adversarios en la prensa; ah, y, desde luego, una incontenible inclinación a perpetuarse en el poder porque esa gente no se resigna, así nada más, a gobernar durante cierto tiempo y, llegado el término de su encargo, a marcharse a casa como un simple Calderón, un Fox, un Uribe o un Toledo. No, ellos requieren de un plazo tan alargado como obligatorio para consumar su proeza que, con el perdón de todos los demás, no es una mera gestión de uno o, ahí donde el sistema permita la reelección inmediata, de dos períodos presidenciales, sino un tema de perpetuarse en el poder para “salvar a la patria”.
Lula da Silva, hay que decirlo, tiene una hoja de servicios impecable fuera de sus frecuentaciones en el ámbito exterior y de su retórica populista: gobernó lo que tenía que gobernar, puso a Brasil en el camino del crecimiento económico y logró disminuir la pobreza. Y su sucesora es una mujer absolutamente admirable en todos los sentidos, dignísima representante de lo que puede ser una izquierda moderna, abierta y tolerante. Pero los otros, los bolivarianos y su seguidora rioplatense, representan lo más oscuro y odioso de un presunto “progresismo” caudillista, irresponsable (miren las cifras de la inflación en Venezuela y la Argentina), rencoroso, victimista y, sobre todo, muy poco democrático.
El desenlace final será, como siempre, el estrepitoso desplome de los países entregados a la adoración del emperador. Pero cuando ocurra, dirán que fue una conspiración del “imperialismo” y de la “derecha”. ¿Algún día aprenderemos los latinoamericanos.