El complejísimo asunto del petróleo
El tema es de lo más complejo y el asunto de la recaudación fiscal no parece nada evidente.
La gran apuesta de Enrique Peña Nieto, por lo que parece, es la reforma energética. Son ya muchos los años en que este país ha sido la representación misma de un modelo anacrónico que solamente subsiste en México y Corea del Norte. No es muy halagüeña esta pertenencia a un club de apenas dos miembros, uno de los cuales tiene el sistema político más cerrado, antidemocrático, autodestructivo y maligno del planeta entero. Y todavía más sorprendente es el hecho de que la economía mexicana, por el contrario, sea una de las más abiertas a los intercambios comerciales, la inversión extranjera y los mercados del exterior.
Hemos celebrado un desorbitante número de tratados de libre comercio con toda suerte de países —hasta algunos que parecieran de plano irrelevantes o, por lo menos, nada estratégicos— y sectores enteros de la economía nacional están en manos de inversores de fuera: para mayores señas, en el sector financiero opera apenas un banco importante mexicano y todos los demás repatrian alegremente sus beneficios a sus casas matrices en Reino Unido, España, Canadá y Estados Unidos. Es más, las ganancias que logran en estos pagos entidades como BBVA o Santander les sirven para seguir llenando inmutablemente la caja registradora en un entorno de devastadora recesión en sus mercados locales.
Y no hay un solo fabricante mexicano de artículos electrónicos, automóviles o maquinaria pesada, a diferencia de una nación como Corea del Sur (con la que podemos compararnos directamente porque hace cuatro décadas compartíamos el mismo nivel de desarrollo), donde Samsung, Hyundai, LG, Daewoo o Kia son verdaderos protagonistas a nivel mundial. ¿Qué marca mexicana es siquiera semejante y domina los mercados internacionales?
Pues, el grupo Modelo, que producía Corona, el único artículo nacional con presencia en el mundo entero, acaba de ser vendido al conglomerado Anheuser-Busch InBev, de capital mayormente belga. A eso, a esa flagrante desnacionalización de una industria, le llaman Inversión Extranjera Directa (IED) y la cifra descomunal pagada por los compradores, unos 20 mil millones de dólares, vino no sólo a maquillar los números de 2013 en este concepto sino a darles un empujón que difícilmente se verá en un futuro próximo.
A no ser, desde luego, que Pemex, la gran corporación paraestatal “de todos los mexicanos”, abra generosamente sus brazos y reciba carretadas de dólares gracias a esos discutidos contratos de “producción compartida” o de “utilidad compartida”, tan farragosos, que no terminan de ser enteramente atractivos para los inversores y en los cuales, para abrir boca, la mera estimación de los costos, por parte del Estado que celebra los acuerdos, puede ser enteramente opuesta a la realizada por unas compañías petroleras privadas que, por si fuera poco, cuentan con estructuras e instrumentos de prospección mucho más ágiles y eficientes.
Por lo pronto, ¿quién auditará los costos de un proyecto de explotación, de manera no sesgada, para que las posibles utilidades (compartidas, no hay que olvidarlo) —que dependen directamente de las sumas gastadas con anterioridad en la exploración y explotación de un yacimiento por el socio privado de Pemex— le dejen algo de dinero a las sedientas arcas del Estado en un país donde, encima, el Gobierno no ha aprendido, o no quiere aprender, a cobrar impuestos?
La naturaleza de estos acuerdos es un tanto extraña para los no iniciados y tiene que ver con cuestiones que, a primera vista, parecen estrechamente relacionadas con lo simbólico y con el sentimiento de nacionalidad: por ejemplo, la diferencia entre el hecho de compartir la “utilidad” o la “producción” se refiere al momento en que el contratista se vuelve “dueño” del petróleo; no puede ser propietario de esa riqueza cuando se encuentra todavía sin explotar en el subsuelo, es decir, sin haber sido extraída y, por lo tanto, cuando es todavía considerada un bien estratégico: “patrimonio de la nación”.
Pero, a partir del momento en que ya se perforó un pozo petrolero y que comienza a brotar el oro negro —o, para actualizarnos, en cuanto se logran extraer, a punta de sofisticadas tecnologías, hidrocarburos de los esquistos sedimentarios—, el combustible puede ser en parte propiedad de un socio capitalista que, al comercializarlo, está obligado a pagar al Estado un porcentaje determinado con anterioridad.
El tema es de lo más complejo y el asunto de la recaudación fiscal no parece nada evidente siendo que, hoy día, Pemex aporta cuatro de cada diez pesos que reciben las arcas del Estado. Ustedes dirán si estamos capacitados para opinar sobre todo esto —y de paso sobre la venta de Modelo (aunque, hay que decirlo, la cerveza no es un bien estratégico)— en un plebiscito.