El día que el viejo lloró nostálgico

Al leer la columna de Luis Pérez Sabido sobre el tenor yucateco Nicolás Urcelay, el senecto cascarrabias recordó aquella: 'Martha, capullito de rosa'.

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El domingo, como es su costumbre de todos los días, el engendro del pretérito se levantó con el alba –como solía decir- y salió a la esquina de su casa a comprar su Milenio Novedades

Los domingos se daba el pequeño lujo de leer el periódico al amanecer, ya que entre semana su vecina doña Nico le regalaba por las tardes el ejemplar del día. Doña Nico se llama Nicolasa Arreguín y Fuentes, es una matrona hondureña de imponente figura y acharolada negritud, que, a pesar de los estragos de Cronos, se presume fue de muy buen ver en sus juventudes y que se instaló por el rumbo hace unos años, pero que no despertaba muchas simpatías entre los vecinos, excepto el viejo.

El senecto cascarrabias siempre buscaba en la edición dominical primero los artículos del maestro Luis Pérez Sabido que le ilustran sobre la música y la cultura yucatecas y le hacen sumirse en ensoñaciones y remembranzas. 

Esta vez, leyendo sobre el tenor yucateco Nicolás Urcelay, de quien, sobre todo, recordaba aquella: Martha, capullito de rosa/ Martha, del pensil linda flor (¡ah, entonces sí había poetas que conocían las palabras!, suspiró), la nostalgia se le instaló en el costado sur del corazón cuando don Luis recordaba que el cantante actuó en la Sala de Conciertos José Jacinto Cuevas y en el Teatro Yucatán.

Dos furtivas lágrimas le brotaron, no una como en el aria de Elixir de amor de Gaetano Donizetti que tanto disfrutó –en la época en que en su casa había vitrola (fonógrafo) primero y tocadiscos luego, gracias a que su padre pudo darle ese lujo a su familia- en la voz de Enrico Carusso en su niñez y de Luciano Pavarotti ya mayor.

El vejestorio artrítico –sobre todo de la rodilla izquierda-, rememoró que la Sala de Conciertos que llevaba el nombre de uno de los mayores músicos yucatecos estuvo en lo que hoy es un cochinero al que llaman Mercado de San Benito, pero que en su época fue un gran complejo educativo que tenía planteles desde parvulitos hasta normal de profesores, abandonado durante muchos años y luego pervertido en zoco de fayuca con el feo nombre de Chetumalito. 

El Teatro Yucatán, si mal no recordaba, estuvo en la calle 63 entre 62 y 64 –donde hoy existen comercios de mala muerte-, rodeado de maltrechas casonas de extraordinaria arquitectura, y fue víctima de un incendio.

El dolor se le clavó más hondo en el costado sur del alma y, antes de dejar salir a torrentes las lágrimas, alcanzó a balbucir con su amado Kempis: Sic transit gloria mundi

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