El eterno enamorado
Después de varios vodkas, Daniel la condujo a casa. Ella lo invitó a pasar para seguir recordando viejos tiempos.
En esta ocasión, el autor nos hace otra entrega de una de sus ficciones, esperando que sea del agrado de los lectores de esta columna…
Después de 20 años, Daniel se volvió a encontrar a Natalia. No se habían visto desde que ambos egresaron de la prepa. El tiempo había sido generoso con Naty, como solía llamarle en ese entonces.
Las clases de haitiano habían convertido su cuerpo en un pedazo de carne firme y torneada, a pesar de que se acercaba a su cuarta década. Pero Daniel, ese adolescente imberbe y regordete, sí que había cambiado: 20 kilos menos, un empleo bien remunerado y una moto levanta traseros pueden hacer maravillas en un hombre.
Natalia no lo recordaba, en realidad había olvidado que Dany solía sentarse detrás de su pupitre, que le cargaba sus libros, la acompañaba a casa y le hacía la tarea. Era su esclavito, un mero títere, por eso lo olvidó apenas entró a la universidad.
Sin embargo y a pesar de no reconocerlo, Natalia fingió lo contrario, pues ¿quién era ella para rechazar la generosa oferta de ir a tomar una copa con tan atractivo caballero?
Después de varios vodkas, Daniel la condujo a casa. Ella lo invitó a pasar para seguir recordando viejos tiempos. No esperó siquiera a que se sentaran cuando se abalanzó sobre él. Terminaron fornicando ruidosamente en el suelo alfombrado.
Mientras Natalia dormía, Daniel se puso de pie y se vistió. Tomó su chaqueta y sacó una hoja arrugada y amarillenta que tiró abierta sobre el cuerpo desnudo de aquélla.
La carta decía lo siguiente con letra temblorosa:
Querida Naty, ¿por qué no respondes mis cartas? Te he enviado más de 100 desde la graduación, te extraño, eres mi mejor amiga. Esta será la última que te escribo, pues si leíste las otras, habrás de saber que estoy perdidamente enamorado de ti. No puedo seguir así, no como bien ni puedo seguir viviendo en tu ausencia, por favor responde, te lo suplico.
Tu eterno enamorado, Dany.
Cuando Daniel terminó de calzarse los bostonianos, se dirigió hacia la salida. Natalia seguía dormida en el suelo. Antes de cerrar la puerta, encendió un cigarrillo y la miró por última vez:
-Naty, mi amor, tenía que entregártela para poder continuar con mi vida -dijo con fingida ternura-. Ahora ya sabes de lo que te perdiste, maldita zorra cruel. Llámame, nunca cambies, vales mil...