El futbol es un asunto de lágrimas

México está entre los que llegan al escenario con sus pretensiones, sus anhelos y sus esperanzas por ganar.

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El Mundial, visto de cierta manera, es un rosario de derrotas. Participan 32 equipos. Y prácticamente todos pierden. O, dicho de otra manera, la inmensa mayoría de los participantes terminan por atravesar la amarga experiencia del fracaso. 

Algunos se van a las primeras de cambio, luego de actuaciones nada gloriosas. Son esos inexpertos de siempre de los que nadie espera nada. 
Vuelven a casa con la resignación de los que se saben pequeños aunque, en una competición de una asombrosa crueldad, hayan desplegado prodigiosos esfuerzos en la cancha: ahí tienen ustedes, para mayores señas, a esos japoneses y a esos surcoreanos que no dejaron de luchar denodadamente en ningún momento y que si esto, lo del Mundial, fuera un tema de meros esfuerzos, merecerían ciertamente una medalla.

Pero hay otros que se aparecen en el escenario con sus pretensiones, sus anhelos y sus esperanzas, sí señor. Y, por poco que logren abrirse paso en los juegos de la etapa eliminatoria, esas ambiciones van alimentando un sentimiento colectivo de afirmación nacional teñido de una euforia tan desaforada como fugaz porque la derrota termina fatalmente por llegar. 

En este grupo estamos nosotros, eternos aspirantes a ese quinto partido que no hemos conseguido alcanzar fuera de casa. 

La experiencia del descalabro, que vivimos como una suerte de maldición —y que sería el reflejo, para quienes se solazan en la rabiosa denigración de la mexicanidad, de cierto oscuro rasgo cultural que nos impediría alcanzar el éxito—nos es bien familiar y desata, cada vez, una auténtica avalancha de consideraciones impregnadas de victimismo o, en el extremo opuesto, de un triunfalismo egocéntrico que no se detiene siquiera a reflexionar sobre los desempeños que han tenido también los demás participantes.

Van quedando así esos “grandes” que, de alguna extraña manera, logran imponerse siempre a los aspirantes de menor jerarquía aunque “no jueguen bien” (lo que estaría por verse) y que se reparten, de forma casi monopólica, los títulos: en esta ocasión, Bélgica, Colombia y Costa Rica fueron los forasteros que no lograron colarse a las semifinales. Sí están las naciones de siempre: Alemania (que, vistas las cosas, debería de llevarse el título y que fue el único que se enfrentó a otro grande en los cuartos de final), Argentina, Brasil y Holanda. Y, de paso, se confirman los pronósticos de las casas apostadoras lo cual nos hablaría de que se impone una lógica, después de todo.

Ahora bien, un vistazo a las redes sociales o un mero recuento de lo que se ha publicado en la prensa a propósito de la derrota de México en esta competición bastan para advertir, ahí sí, la persistencia de ciertos rasgos de una personalidad nacional en la que se entremezclan, como decía, el ancestral victimismo de un pueblo que sigue reclamando airadamente su condición de raza sojuzgada y que, por el otro lado, ensalza desmesuradamente los logros de sus gladiadores. 

En este entorno, luego entonces, tiene que aparecerse por la fuerza un gran conspirador, la FIFA que, para consumar sus turbios propósitos, se serviría de los árbitros, esbirros por excelencia y ejecutores directos de la injusticia; y, desde luego, es también obligada la figura del adversario tramposo, encarnada en Arjen Robben, el villano del momento. En el campo opuesto estarían nuestros muchachos que, miren ustedes, no sabrían explotar, en las canchas de Brasil, las acostumbradas triquiñuelas y mañas que despliegan todos los fines de semana en sus equipos y que se habrían trasmutado, curiosamente, en inocentones futbolistas incapaces de jugar ese balompié “canchero” que sí dominan todos los demás. 

Pero, encima, hubieran consumado inmarcesibles heroicidades que resultarían, también, de una irrepetible e inigualable especificidad mexicana: el Piojo, entrevistado incansablemente aquí y allá, pregona el espíritu solidario de sus muchachos y glorifica sus cometidos como si todas estas cosas —el hecho de dejar la piel en la cancha, la capacidad de sacrificio, la solidaridad y la entrega— no fueran perfectamente normales en todos los equipos que están compitiendo en el Mundial: una fenomenal Argelia le plantó cara Alemania, la resistencia de Estados Unidos fue gloriosa (Tim Howard hizo de superhombre) y Chile estuvo a punto de echar a los consentidos del torneo, por no hablar de los logros de Costa Rica, el equipo con el que más pudiera presuntamente compararse México.

Somos, pues sí, de los que intentan maquillar las lágrimas de la derrota. 
Pero, estamos muy acompañados: al final, habrán llorado también otros 30 equipos.

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