El mal cálculo de Ebrard

Al ponerse abiertamente en el bando de los detractores que se oponen a cualquier reforma, está muy seguramente escenificando una jugada política.

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Todavía no comienzan las hostilidades propiamente dichas y ya algunos de los posibles contrincantes se están metiendo al campo de batalla. Digo, para que veamos de qué madera están hechos y para que nos vayamos enterando de qué va la cosa. 

Esto es, la tan traída y llevada reforma energética aún no se tramita en los exclusivos espacios de nuestro Congreso bicameral y no se ha sometido tampoco a la sabia consideración de los señores representantes populares en las muy honorables Cámaras de los muy libres y muy soberanos estados de la Federación pero, entre otros de los aspirantes a armar barullo, Marcelo Ebrard, con un gran sentido de la oportunidad, ha dado un paso al frente y ha retado al mismísimo Presidente de la República a que se le ponga delante, a que se faje bien los pantalones y a que le aclare, por lo pronto, qué es lo que quiso decir cuando expuso a sus entrevistadores del Financial Times que la futura reforma energética incluiría “los cambios constitucionales necesarios para darle certeza a los inversionistas privados”.

O sea, que el antiguo jefe del Gobierno de la capital de todos los mexicanos lo invita al actual jefe del Ejecutivo federal a debatir personalmente con él, faltaría más. El problema es que si nuestro señor Presidente acepta, esto va a ser un cuento de nunca acabar, una pasarela interminable de personajes que, cada uno habiendo reclamando en su momento todos los merecimientos para ser un interlocutor privilegiado, desfilarán sin cesar hasta que ocurra la fecha fatídica en que la antedicha reforma sea negociada y, de ser posible, también después de su aprobación, y ahí ya no para tratar de inclinar la balanza sino meramente para que las inconformidades queden debidamente registradas en los libros de historia.

Digo, si Ebrard recibe el trato preferente de interlocutor excepcional pues no habría razón alguna para que a otros hombres públicos de su mismo pelaje no les sea conferido el mismo privilegio. Se me ocurre, a botepronto, que ahí deberían estar también Obrador, el primerísimo de todos, y cada uno de los dirigentes de los partidos políticos, además de personajes de la talla de un Manuel Bartlett, por ejemplo, y gente como Ernesto Cordero, Cuauhtémoc Cárdenas, Manuel Espino, Santiago Creel, Pablo Gómez, Martí Batres, Jesús Ortega, Alejandro Encinas, Vicente Fox y Diego Fernández de Cevallos, por no hablar de líderes empresariales, académicos de relumbrón y distinguidos representantes de la “sociedad civil”.

Ahora bien, más allá de que el salto al ruedo de Ebrard pueda parecer un tanto irreflexivo, la cuestión es que el hombre sí pretende defender una postura respecto al tema de la reforma energética. Y, hasta donde sabemos, esa posición suya no es muy diferente a la de todos esos otros que denuncian, pura y simplemente, “la venta de Pemex” o la “entrega de la soberanía nacional” o la denostada “privatización del patrimonio de todos los mexicanos” siendo que nadie ha hablado de nada parecido, ni Peña Nieto ahora ni Calderón antes ni Fox en su momento.

Y es que el tabú es tan colosal que plantear la tal venta sería una suerte de suicido político inclusive para esa “derecha” que nos gobernó durante 12 años. De lo que se trata, ahí sí, es de permitir la participación (asociación) abierta de capitales nacionales, o extranjeros, en la exploración y en ciertos sectores donde la paraestatal carece de recursos para invertir y garantizar su futura supervivencia como una empresa mínimamente rentable. Y, para ello, en efecto, hay que cambiar nuestras leyes.

Ebrard, al ponerse abiertamente en el bando de los detractores que se oponen a cualquier reforma, por mínima que sea, está muy seguramente escenificando una jugada política. Algunos comentaristas hablan de que ha querido ganarle la partida a Obrador en una especie de madruguete estratégico. Tal vez. Su cálculo, sin embargo, parece muy poco afortunado en esa condición de representante de una izquierda progresista que se ganó al gobernar la capital. 

Pero no solo eso: al adoptar el trasnochado discurso de la izquierda reaccionaria se enfrenta directamente al presidente modernizador, al hombre que está concitando las voluntades de los diferentes sectores políticos para impulsar un proyecto nacional de transformaciones —y esto, por si fuera poco, luego de dos sexenios de estancamiento y parálisis— y que, gracias a ello, aparece, a los ojos del mundo y de muchos mexicanos, como la figura que va a cambiar a este país. No creo que sea un papel muy agraciado para Ebrard. Y si, encima, lo mandan a volar en la cita que pidió para discutir, pues…

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