El mundo es noche y la vida relámpago

Yo que imaginaba al poeta Octavio Paz atorrante a través de sus arrebatados debates, sus señalamientos neuróticos, ahí lo descubrí cómodo fuera de sus zonas habituales de confort.

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La única vez que vi a Octavio Paz en los años ochenta en una galería de Reforma, le fue infiel a su leyenda.

Es decir, fue amable y sonriente con un grupo de jóvenes entre los que me encontraba, y que no correspondían a la estirpe celestial que solían rodearlo de lisonjas. Aguantó sin hacer ascos a aquella tribu despojada de pedigrí, cuando lo que esperábamos era que nos tratara peor que a Monsiváis y que nos dijera que nosotros ni a ocurrencias llegamos.

Aquello fue desconcertante: el rey Lear de la cultura nacional, al que habíamos visto mantener cruentas batallas con cualquiera que hubiera osado contradecir su sagrada palabra, se animó a vernos como seres humanos y a reírse de nuestros insidiosos comentarios sobre la intelectualidad nacional que ahí pacía mostrando lo peor de sí misma.

Éramos un grupo de autodefensas de un olvidado suplemento cultural y don Octavio, del que habíamos hecho toda clase de apocalípticos comentarios (sobre todo por aquella triste pelea con Gregorio Selser que sacó la peor de Paz), con el que el premio Nobel  se portó como un caballero.

Un gesto que no me hizo olvidar la parte oscura de una figura sin duda superior de la cultura nacional (Paz decía luchar contra el dogmatismo de izquierda, pero se le olvidó confrontar con el mismo vigor al dogma del libre mercado, por ejemplo), pero que de alguna manera lo humanizaba.

Yo que imaginaba al poeta atorrante a través de sus arrebatados debates, sus señalamientos neuróticos, ahí lo descubrí cómodo fuera de sus zonas habituales de confort.

Hoy, en el centenario de Paz, lo que uno encuentra es la devoción de los súbditos (es inconcebible la incapacidad para generar aunque sea un triste espacio de libertad frente a su dios), la austeridad argumental de sus críticos (esa izquierda burda y resentida que no puede reconocer el agudo pensamiento y el espíritu maestro de su poesía) y el oportunismo de los funcionarios que se cuelgan de lo más pando.

Lo mejor de estos días pacianos no fue la desmesurada concatenación de panegíricos vacuos e inicuos que se han desbarrancado para siempre en el olvido, si no los muy escasos pero admirables recuentos de los daños.

Para un personaje de esas inusitadas dimensiones que vivía obsesionado por la construcción de una biografía perfecta, lo mejor que podía pasarle era la crónica de sus excesos, imperfecciones, obsesiones y letargos.

Lo otro, lo venerable, está en su obra. Paz así lo dijo: “Mundo, eres noche, y la vida relámpago”. 

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