El ocaso del primer opositor de la nación
López Obrador, cuyo poder de convocatoria es indiscutible, no ha podido encabezar la revuelta pacífica en su privilegiado ámbito de acción, las calles de la capital.
La oposición a la Reforma Energética —entendida como una suerte de “entrega” del patrimonio de la nación perpetrada por “traidores a la patria”— es, a pesar de estos términos tan tremebundos, bien entendible: millones de mexicanos se han sentido, desde siempre, marginados de cualquier posible oferta económica y el tema de que se puedan celebrar contratos con inversores locales o del exterior no sólo no les incumbe sino que les parece meramente un negocio, acordado entre terceros, del cual ellos no obtendrán beneficio alguno.
Es más, esos arreglos y componendas de los “ricos y los poderosos” simbolizan, en toda su extensión, la realidad de un país corrupto en el que una clase privilegiada, aparte de explotadora, se procura abusivamente los provechos que debieran repartirse colectivamente si el “sistema” fuera más justo. Y así, todos aquellas ventajas que los partidarios del liberalismo y el libre mercado podamos advertir en el hecho de que México se convierta, finalmente, en un país como todos los demás —es decir, abierto a las inversiones privadas en los diferentes sectores productivos— no les son nada evidentes.
Hay, además, mucho descontento y mucho resentimiento en los ciudadanos que no han participado del crecimiento y la transformación de nuestro país en una potencia industrial.
Seguimos siendo, después de todo, un territorio de salarios muy bajos y otras disparidades. Y no es una simple casualidad que los estados de la República de menor desarrollo económico sean precisamente aquellos donde hay mayor agitación social.
Visto este desalentador círculo vicioso, es muy difícil establecer si la postración económica de ciertas regiones resulta de una mentalidad que se resiste a la modernidad —adhiriéndonos aquí a la explicación de que la pobreza tiene orígenes culturales— o si esa presunta oposición resulta, más bien, de expolios sistemáticos y ancestrales injusticias. En todo caso, hemos visto que en ciertas comunidades —Atenco, la región oaxaqueña del istmo y Tepoztlán, entre otras— la gente se ha opuesto, furibundamente, a la construcción de un gran aeropuerto, de un espacio de generadores de energía eólica
y de un campo del golf.
Y, desde luego, no han faltado, en cada uno de esos lugares y en ocasión de cada una de las protestas, los inevitables emisarios de las fuerzas políticas de la izquierda radical que, pescando a río revuelto, han obtenido jugosos dividendos de tan nefasto obstruccionismo.
Pero, más allá del oportunismo de los partidos y de la flagrante explotación del victimismo comunitario (por llamarlo de alguna manera aunque esta denominación no incluya las voces de todos aquellos que, en esas mismas localidades, sí deseaban que fueran realizadas las obras y que fueron acalladas por los más rijosos).
La realidad de la pobreza es tan contundente en este país que, justamente, el espantajo del “estallido social” es uno de los augurios más socorridos de entre todos los que suele lanzar una izquierda radical embelesada, a estas alturas todavía, con la fantasía de la lucha armada y los sueños revolucionarios.
Que en la práctica estas gestas sean un muy prosaico asunto de cadáveres, colosales perdidas económicas, sangre y sufrimiento no parece quitarle relumbrón a tales anhelos.
Por lo pronto, y en el caso concreto de la oposición a la antedicha reforma, la protesta se ha reducido a algunas manifestaciones en las calles de la capital y a los lamentables numeritos que suelen escenificar en nuestro Congreso bicameral los representantes populares del PRD y sus partidos afines. O sea, que no ha estallado la lucha armada siendo que lo que está en juego, según ellos, es una cesión de soberanía comparable a la catastrófica pérdida de la mitad del territorio nacional en la guerra de 1847.
Y, por si fuera poco, el protagonista principal y heraldo primerísimo de la rebelión sufrió un muy inoportuno problema de salud que lo obliga a estar fuera de circulación: López Obrador, cuyo poder de convocatoria es indiscutible y que se ha arrogado —de manera casi exclusiva, como lo prueba la magra participación ciudadana en estas protestas— la representación de los inconformes de este país, no ha podido encabezar la revuelta pacífica en su privilegiado ámbito de acción, las calles de la capital.
No todo está perdido, sin embargo: la figura de la consulta ciudadana ha sido inscrita en los apartados de una de las otras reformas recientemente celebradas; y, luego entonces, en 2015 podrán los opositores a la reforma expresar abiertamente su desacuerdo.
Por cierto, ¿habrá una cláusula, en los contratos de utilidad compartida, para revocar totalmente los acuerdos en caso de que los ciudadanos voten masivamente en contra de la reforma? Y, vistas así las cosas, ¿habrá alguien, hoy día, que se atreva siquiera a firmar esos dichos contratos?