El otro México que debe gobernar Peña Nieto

Tal es el escenario que también enfrenta el Presidente: un campo minado donde las propias fuerzas de combate han confraternizado con el enemigo y le avisan oportunamente de operaciones, estrategias y maniobras.

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Los detractores de Peña Nieto se frotan las manos de que se le haya aparecido el México bronco en las narices: tanto cacarear las reformas, tanta modernidad, tanta inversión extranjera, tanto Mexican moment y, mira, a las primeras de cambio le explota una matazón perpetrada, encima, por los esbirros del “sistema” como en los buenos tiempos del antiguo régimen.

Aquí sabemos más o menos de qué van las cosas pero a los extranjeros, horrorizados por el horror, hay que explicarles concienzudamente que no, que el suceso de Iguala no fue un crimen de Estado —una extemporánea reedición de Tlatelolco (por más que cierta izquierda local, tan extremista como malintencionada, quiera equiparar ambas tragedias y, sobre todo, imputarlas a un PRI que sería “el mismo de siempre” y que acaba de mostrar, otra vez, su “verdadero rostro”)— sino una muestra, otra más, de la pestilente descomposición del aparato legal en este país, lo cual, como posible justificación a tan estremecedoras atrocidades, tampoco resulta demasiado glorioso.

Y sí, todo se puede reducir a eso, al tema de la justicia. Comienza el asunto a comprometer seriamente cualquier posible expectativa sobre el futuro económico de la nación.

El semanario The Economist, en un artículo sobre la impunidad que se vive en México aparecido en su penúltima edición, no sólo avisa de que el camino hacia la modernidad pasa obligadamente por instaurar un país de leyes sino que, ante la constatación de que los poderosos no están sujetos a la rendición de cuentas en estos pagos, remata que necesitamos un cambio de mentalidad. Una conclusión bastante desalentadora, si lo piensas, porque no hay proceso más paulatino y demorado que la transformación cultural de toda una sociedad.

Justamente, llevamos mucho tiempo empantanados en el propósito: Miguel de la Madrid, si mal no recuerdo, centró su discurso, y probablemente algunas de sus acciones, en la “renovación moral de la sociedad”. Pues, no tuvo demasiado éxito. Han pasado 30 años y la sombra del “Estado fallido” oscurece ominosamente algunos territorios de la nación donde las organizaciones criminales se han infiltrado de tal manera en la estructura gubernamental que cobran inclusive tributos a los ciudadanos, por no hablar de que han instaurado verdaderos reinos del terror.

En este sentido, el propio semanario británico reconoce que la eficacia del Gobierno federal es mayor que la de esas administraciones locales corrompidas por los delincuentes a las que, por si fuera poco, no parece haber forma de exigir siquiera que ofrezcan cifras claras sobre el uso de los recursos que reciben, precisamente, para implementar sus estrategias de seguridad.

Iguala sería un caso muy ilustrativo porque el presidente municipal, ni más ni menos que el mismísimo encargado de administrar los fondos que le otorgaba la Federación, trabajaba para una mafia criminal. La historia es simplemente asombrosa y muestra en toda su dimensión la gravedad del problema que deben resolver las autoridades centrales.

Felipe Calderón ha recibido muchas críticas por señalar que no contó con la colaboración de algunos gobiernos estatales en su lucha contra el crimen organizado. Pareciera que está en falta el hombre, miren ustedes, por el mero hecho de decir las cosas como son.

Lo que ocurre, por el contrario, es que la situación es tan anómala y catastrófica precisamente porque hay complicidades y porque ciertas autoridades no participan cabalmente en la tarea. Es evidente que, ante parecida realidad, hay una merma en los resultados globales y un desperdicio de esfuerzos.

Hay también, a mi entender, una responsabilidad muy clara de individuos con nombre y apellido que, en su condición de auténticos traidores, no sólo son un monumental obstáculo para llevar a cabo la tarea sino que representan un peligro para el resto de los mexicanos.

Pues bien, tal es el escenario que también enfrenta Enrique Peña: un campo minado donde las propias fuerzas de combate han confraternizado con el enemigo y le avisan oportunamente de operaciones, estrategias y maniobras.

El actual presidente de México ya había decidido actuar de manera muy determinante en Michoacán con todo y que trató, al comenzar su gestión, de organizar su discurso público en torno a otros temas.

Hoy, necesita dirigir todos sus esfuerzos al asunto más apremiante que tiene México, bajo una sentencia implacable: sin justicia no hay seguridad y sin seguridad no hay economía.

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