El país que no funciona

¿Qué país se beneficia de las inversiones de Banco Santander y qué sectores de la población están relacionados con el crecimiento de un gran banco extranjero en el mercado local?

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Emilio Botín, luego de reunirse con Peña Nieto, dijo que “México es hoy una de las claras historias de éxito de la economía mundial”. Es una sentencia extrañamente positiva en estos tiempos de autoflagelación nacional pero, ¿de qué país está hablando el presidente de Banco Santander?

No podemos, creo yo, descartar de un plumazo tamaña declaración, por más que los ánimos colectivos estén impregnados del horror que nos ofrecen cotidianamente los informativos de la tele y las páginas de la prensa escrita.

Ese hombre, más allá de que se haya personado en estos pagos para apuntalar la estructura de su negocio, sabe lo que está diciendo: está hablando de una realidad tan tangible como los millones que va a invertir en la apertura de 200 nuevas sucursales y lo hace, encima, en su condición de primerísimo responsable de la cuarta mayor entidad bancaria del mundo entero.

Y, en lo que toca a la presencia de las grandes corporaciones financieras internacionales en estos territorios, tan objetada por los valedores de la soberanía a ultranza, resulta que Santander México colocó una cuarta parte de su capital en los mercados cuando salió a la Bolsa Mexicana de Valores en septiembre de 2012.

La pregunta, sin embargo, sigue en el aire: ¿qué país es el que se beneficia de estas inversiones y qué sectores de la población se encuentran directamente relacionados con el crecimiento de un gran banco extranjero en el mercado local? Y es precisamente esta cuestión la que marca irremediablemente la realidad de una sociedad, como la nuestra, profundamente desigual y caracterizada, en consecuencia, por la inconformidad y el resentimiento.

No es un fenómeno exclusivo de la economía mexicana, sino que esta tendencia hacia la concentración de la riqueza en ciertos sectores se ha venido agudizando desde la instauración universal de ese capitalismo sin culpas propugnado por la pareja Thatcher-Reagan y que, como fórmula macroeconómica, se manifestó primeramente en el famoso Consenso de Washington recetado a las naciones del subcontinente latinoamericano antes de devenir en doctrina de uso global.

Resulta, curiosamente, que ahora mismo seríamos los beneficiarios directos de nuestra muy temprana adhesión a las normas aconsejadas —salvo algunos países díscolos como la Argentina, que va que vuela al despeñadero, y la consabida Venezuela— mientras que los antiguos preceptores, alegremente desentendidos de las disciplinas presupuestarias y muy poco dispuestos a apretarse el cinturón, atraviesan ahora situaciones tan críticas como comprometedoras para su crecimiento.

Pero la diferencia entre los buenos alumnos y sus maestros desobedientes sigue siendo abismal desde el punto de vista de la repartición de la riqueza. Los manifestantes estadunidenses que protestaron en Nueva York contra las consecuencias de las trapacerías perpetradas en Wall Street y los “indignados” españoles del Movimiento 15-M que ocuparon la Puerta del Sol en Madrid (y que organizaron acampadas en más de 50 ciudades a lo largo y ancho del Reino de España) son la expresión de un enorme descontento social.

Nunca han conocido, sin embargo, la precariedad de los que viven en las zonas marginadas de México, Brasil o Perú. Y es justamente en este sentido que se puede uno preguntar dónde han estado esos presuntos éxitos de nuestra política económica y, sobre todo, plantearse también cuánto camino falta todavía para que un anuncio de inversiones por parte de uno de los bancos más importantes del planeta signifique una verdadera buena noticia para los mexicanos.

Resulta, con todo, que México es también el país donde unos encapuchados son perfectamente capaces de tomar por asalto las oficinas de una universidad sin que nadie pueda restablecer el orden que necesita un centro de estudios para poder seguir impartiendo enseñanzas a sus alumnos; es también el territorio privilegiado de todas esas tribus que paralizan las ciudades y que provocan colosales daños a la economía; es, finalmente, una tierra de permanentes agitaciones y algaradas de grupos que se oponen, por principio, a cualquier atisbo de modernidad.

No es ésta, con perdón, la historia de éxito que reconoce el señor Botín. Advertimos ahí, una vez más, el drama de un país irremediablemente dividido por la desigualdad. Un país, desafortunadamente, que no figura en las estimaciones de los grandes inversores del exterior aunque estén dispuestos a soltar despreocupadamente sus capitales…

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