El pantano de las leyes secundarias
Vaya responsabilidad tan comodona, la de consignar, en párrafos farragosos y mal redactados.
Las reformas, tan traídas y llevadas, no son un mero asunto de promulgar leyes supremas sino, a partir de ahí, de redactar decenas de reglamentos secundarios que habrán de asegurar, precisamente, la cabal consumación de los propósitos originales. Y es ahí, según parece, donde se atora el tema. Nuestra propia Carta Magna, en este sentido, no sería otra cosa que un piadoso catálogo de buenas intenciones, por no hablar del perfil marcadamente demagógico que le han propinado unos legisladores con engreimientos de trascendencia a los cuales les resulta bien barato proclamar pomposas palabrerías sin la obligación de asegurar, después, su cumplimiento en el mundo real. Vaya responsabilidad tan comodona, la de consignar, en párrafos farragosos y mal redactados pero de incuestionable contundencia legal, promesas desmesuradas, derechos lujosísimos (muy pronto, nos garantizarán constitucionalmente el acceso a la internet, ya lo verán ustedes, pero, con perdón, ¿quién hará la compra de computadoras para cada mexicano y quién habrá de instalar antenas para poder conectar inalámbricamente los artilugios hasta en los más remotos rincones del territorio patrio y que no se perpetre, luego entonces, una flagrante inobservancia de tan noble iniciativa como ocurre, por omisión, con la inmensa mayoría de los servicios que pretende ofrecernos doña Constitución?), prerrogativas exquisitas y potestades de nación deslumbrantemente civilizada.
En mis tiempos los que aterrizaban eran nada más los aviones pero ahora el término se emplea, torpemente, para consignar el proceso de materializar un proyecto supeditándose, parsimoniosamente, a todos y cada uno de los pequeños pasos exigidos en la práctica. O sea, un asunto, más bien tedioso, de seguir instrucciones y de acatar humildemente la servidumbre de los procedimientos. Y es ahí, lo repito, donde fallamos los naturales de este país. Al mexicano, amante de las grandes ideas, se le dificulta enormemente su trasmutación en pequeños beneficios utilizables en una cotidianidad que, por lo visto, carece del necesario esplendor. Lo que nos deslumbra es el oropel de las sentencias grandiosas, enunciadas con la debida solemnidad por los prohombres de turno. A la hora de abordar las tareas concretas, sin embargo, la motivación se apaga casi por completo. No podrían ser mayores las mercedes que nos otorga nuestra Constitución, pero con salir a la calle te basta para comprobar que a muchísimos compatriotas no les ha sido brindado ese trabajo prometido en letras de oro, ese techo tan cacareado y esa educación presuntamente obligatoria.
Vienen a cuento estas reflexiones porque mucho me temo que las reformas energética y tributaria, aun si fueren aprobadas jubilosamente por tirios y troyanos, se van a empantanar cuando llegue el momento en que deban ser procesadas detalladamente para plasmarse en leyes secundarias y reglamentos. Pero, al tiempo, y cada cosa a la vez…