Como si se tratara de la versión demoscópica del “a confesión de parte, relevo de pruebas”, Manuel Feregrino dijo en la radio que la mejor prueba de que las encuestas fallaron en la elección de 2012 era su ausencia en las de 2013. Totalmente de acuerdo.

Hace un año, México remaba en la cuantofrenia. Recuerdo las encuestas de Consulta Mitofsky, El Universal/Buendía, Excélsior/BGC, Reforma, Parametría, Covarrubias y Asociados, María de las Heras, las nuevas de Conestadística y, desde luego, la de MILENIO-GEA/ISA. Hoy, a siete días de que terminen las campañas, prácticamente no hay un dato público sobre quién va adelante en Baja California, Puebla, Boca del Río, Culiacán...

Nadie se hizo cargo de razonar aquella falla generalizada (con sus contadas excepciones). Las empresas encuestadoras se dieron explicaciones a sí mismas. Los políticos se percataron de que aparte de lanzar culpas y calumnias, no tenían qué decir ni aportar. Y algunos medios, MILENIO entre ellos, bajaron la cortina desde entonces.

El México electoral pasó de la abundancia a un punto cercano al cero. Lo notable es que la mayoría de las empresas sigue haciendo encuestas electorales que venden a muchos de los políticos que hace un año las denostaban. Mediciones privadas que, por lo visto, nadie se atreve a hacer públicas. De ese tamaño fue el desastre de 2012.

Después de las “elecciones sin encuestas” del próximo 7 de julio podría ser buen momento para revisar en serio qué ocurrió y falló, en dónde estuvieron los excesos y, sobre todo, cómo remontar la crisis.
Porque el paso de la borrachera a la abstinencia culposa y seca es también de pena.