Es asunto de cumplir con la ley, señores…

Ocurre, señoras y señores, que los mexicanos nos enfrentamos casi en todo momento a situaciones de excepcionalidad.

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Los ciudadanos de este país aspiramos, como todos los demás, a una vida de normalidad. No hay, creo yo, expectativa que pida un mayor cumplimiento que ésta: la normalidad es una de las más inmediatas manifestaciones de la certeza y, como deseo prácticamente universal de los individuos, debería de ser asegurado en todas las sociedades.

Pero, ¿qué pasa? Ocurre, señoras y señores, que los mexicanos nos enfrentamos casi en todo momento a situaciones de excepcionalidad. Es decir, la incertidumbre es una parte consustancial a nuestra existencia cotidiana. Y no hay ámbito donde la ausencia de certidumbres se manifieste de manera más palmaria que el universo de la justicia.

He repetido machaconamente, en muchas otras columnas, que sin justicia no puede haber seguridad. Y, como derivado directo de tal aseveración, expresé también que la estrategia implementada por Felipe Calderón para combatir las mafias criminales no podría tener un buen desenlace sin un previo —aparte de colosal— desmantelamiento de la corrompida estructura de nuestro aparato de justicia.

El propio Calderón, en su momento, denunció públicamente la actuación de ciertos jueces y fue muy criticado por ello. Se le censuró haberse inmiscuido en asuntos exclusivos del poder Judicial (como si la independencia de los poderes de la República obligara a sus miembros a una automática postura de acrítica pasividad).

La observación del antiguo presidente, sin embargo, era totalmente pertinente y, ahora mismo, los integrantes del Ejecutivo han presenciado, con total asombro, la esperpéntica liberación de Rafael Caro Quintero —un delincuente que, encima, tiene cuentas pendientes con la justicia de Estados Unidos— en lo que parece un auténtico “madruguete” judicial.

Tenemos así, en los extremos de la cadena, a los buenos policías —o, en tantos otros casos, al comando de la Marina integrado por individuos valerosos y bien entrenados— que consuman una ejemplar hazaña deteniendo a peligrosísimos delincuentes y, del otro lado, al agente del Ministerio Público, incapaz o declaradamente corrupto, que no prepara adecuadamente la famosa “averiguación previa” o al juez, de parecida calaña, que no dicta la sentencia que merecen los criminales. ¿Qué posible seguridad para los ciudadanos puede resultar de un parecido estado de cosas?

No para el asunto ahí: llevamos también décadas enteras vislumbrando esa “cultura de la ilegalidad” que, en su posible condición de rasgo consustancial a la identidad nacional, determina grandemente los desenlaces en cualquier asunto relacionado con la ley. Ahora mismo, con la escandalosa actuación de una minoría de manifestantes en Ciudad de México, consentida por las autoridades, podríamos seguir hablando de ello: impedir el paso a los ciudadanos —beneficiarios del derecho a la libre circulación— es una infracción; bloquear el acceso a un aeropuerto, perjudicando así a miles de viajeros, no sólo es una ruindad sino un contravención; y, finalmente, alterar el orden público, en sí mismo, es un delito castigado con penas de diversa severidad.

Pues bien, la abierta perpetración de estas ofensas legales no merece ninguna respuesta por parte del Gobierno local, primerísimo responsable de asegurar las garantías de sus ciudadanos, mientras que las autoridades federales se lavan también las manos. Y, no sólo eso: muchos comentaristas, descubriendo no sé qué virtud en el hecho de que los gobernantes no cumplan con su deber (y aduciendo, justamente, una suerte de “excepcionalidad mexicana” tan nebulosa como perniciosa para la vida pública de este país), aplauden la presunta “prudencia” de los antedichos gobiernos al tiempo que nos tachan, a quienes propugnamos simplemente el cumplimiento de la ley, de formular “histéricos” llamamientos a la “represión”.

Ahora bien, si aceptamos que el incumplimiento es una forma de administrar los asuntos públicos —una especie de estrategia que perseguiría beneficios superiores sacrificando los rendimientos inmediatos (por no hablar del inobservancia de las leyes)— entonces tendríamos que descubrir, antes que nada, la ventaja final de esta actuación. En lo que toca a la respuesta que las autoridades le han dado a la CNTE, ese repliegue ¿le sirve de algo a la nación mexicana? Ustedes dirán.

Una última cosa: ¿han sabido ustedes de la actuación del presidente Santos, en Colombia, en los últimos días? Encabeza un régimen indiscutiblemente democrático, hasta donde yo estoy enterado…

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