Estuvo muy bien, pero no siempre se puede negociar
Millones de mexicanos carecen de los más esenciales conocimientos sobre la estructura del Estado o las leyes que promueven la convivencia entre los mexicanos.
En mis tiempos, los estudiantes jamás fuimos consultados sobre cuestiones tan fundamentales y decisivas como la enseñanza de la caligrafía o la eliminación, pura y simple, de la asignatura de Civismo. Las decisiones fueron tomadas a la torera y sanseacabó.
Y así, tras de que se suprimiera la letra cursiva y se excluyera de los programas educativos todo lo referente a las instituciones y los valores ciudadanos, millones de mexicanos no solamente son totalmente incapaces de escribir manualmente con un mínimo de velocidad —por no hablar de que dominen algún estilo, así fuere uno sencillo como el Palmer— sino que carecen de los más esenciales conocimientos sobre la estructura del Estado o las leyes que promueven la convivencia entre los mexicanos.
El perjuicio a la nación ha sido enorme.
No estoy enteramente seguro, sin embargo, de que estos temas merecieran siquiera la más disminuida movilización estudiantil en estos días. No importan.
Por el contrario, otros asuntos sí provocan una inmediata y contundente respuesta de los estudiantes. Ahí está, para mayores señas, la agitación que tiene lugar en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa y que resulta de exigencias tan concretas como desaforadamente ilegítimas: pedir que te sea otorgada una plaza así nada más, en automático, sin cumplir con el trámite de un examen, es una demanda desproporcionada que, de ser cumplida, significaría una auténtica aberración porque no hay un solo país, en este mundo, donde la absoluta ausencia de requerimientos se haya consagrado como un modelo educativo; ocurre más bien todo lo contrario y en naciones como Corea, Japón, Alemania y Singapur —o en el la mismísima República Popular China— los requisitos para merecer un trabajo entrañan pruebas muy rigurosas: los candidatos no pueden aspirar ni a una prueba de admisión sin haber cumplimentado con excelencia sus deberes académicos.
El caso de las escuelas normales, en México, es bien extraño porque sus egresados son los primerísimos responsables de la educación de los niños y los jóvenes. ¿No debieran, los profesores, tener los máximos niveles de cualificación profesional para ejercer, justamente, una profesión que es primordial para el futuro del país? Tenemos ahí un muy grave problema que, mientras más sea postergado, mayores daños provocará.
Estas reflexiones tienen que ver con las exigencias de las diferentes comunidades estudiantiles: en cierto momento, la Universidad Nacional estuvo completamente paralizada porque los alumnos más combativos rechazaron violentamente el cobro de cuotas, así fueren mínimas o estuvieren fijadas según la capacidad de pago de cada quien.
Y, nuevamente, las pérdidas para el país fueron colosales, aunque nadie pareciera darse cuenta. La medida fue retirada pero nuestra máxima casa de estudios, en manos de un grupo de agitadores que logró imponerse a todos los demás, seguía paralizada. El presidente Zedillo tomó finalmente la decisión de utilizar a la Policía Federal para recuperar el espacio.
Por una vez, las fuerzas del orden actuaron con exquisita mesura y gran profesionalismo aunque no faltaron las voces que denunciaron la “represión” perpetrada por un “régimen autoritario”.
Luego entonces, no es sencillo determinar, en un primer momento, cuándo se puede o debe intervenir para modificar los programas de estudio, para endurecer los requisitos de admisión, para proteger las instalaciones o para meramente cobrar unas colegiaturas a quienes sí pueden pagarlas (de otra manera, las solventan todos los demás ciudadanos aunque no estudien).
Y, en segundo lugar, es también muy complicado precisar, ya tomada la decisión de hacer algunas reformas, si las protestas de los estudiantes, que en ocasiones adquieren dimensiones masivas, se derivan de preocupaciones legítimas o si resultan de una suerte de mentalidad corporativista que rechazaría, por principio, cualquier forma de exigencia.
En todo caso, las demandas de los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional han sido lo suficientemente razonables y sensatas como para ser materia de discusión entre las partes. Y el encargado de la política interior de este país ha mostrado también un sorprendente espíritu negociador en un tema, precisamente, que rebasa el ámbito educativo y que tiene que ver, entre otras cosas, con el orden público.
Ahora bien, no siempre se puede negociar. Los intolerantes no se han ganado ese derecho. Esto, lo debemos saber, aquí y ahora.