Joven en Noruega

También simpatizan con Adán Cortés jóvenes dispuestos al “sacrificio”, pero sin posibilidad de sufragar un viaje hacia allá...

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No hay mucho para el orgullo que un joven mexicano haga sentir presencia de mala manera en el evento de entrega del Nobel de la Paz. Adán Cortés Salas se juega su resto y en una acción planeada hace público su reclamo, arropado con la bandera nacional. El Caballero Águila está en una misión para que el gobierno regrese con vida a los 43 normalistas ejecutados por el crimen organizado. La distancia entre él y el Aburto de Lomas Taurinas es más próxima de lo que parece, tampoco es distante Alejandro Echevarría, El Mosh, aquél líder ultra quien mucho dañó a la UNAM y a su comunidad y ya maduro solía vender bisutería barata en las playas de Acapulco.

Adán Cortés, ahora en detención mientras espera expulsión de las autoridades de Noruega, no solo cuenta con una madre y hermano obsecuentes en su malentendido servicio a la causa, también simpatizan con él otros jóvenes dispuestos al “sacrificio”, pero sin posibilidad de sufragar un viaje a Noruega y una estancia de más de tres semanas. Arriba y Adelante es la firma de quienes dicen representar el sentimiento de agravio de jóvenes y no jóvenes en México, expresión de un pasado que los inconformes difícilmente estarían dispuestos a reivindicar.

Es evidente que en el lance del joven no hay proyecto organizado, conspiración o algo parecido. Es él y su motivación que le hace caminar sobre el agua. Un aprendiz de iluminado; en las entrevistas televisivas se molesta por las preguntas a su persona, lo único que importa es la causa, es el proyecto, es decir, lo que ocurre en México y que según él y los suyos no puede expresarse porque hay un régimen autoritario que calla y hace callar. En verdad lo cree, aunque sus dichos y los de sus familiares sean atendidos por muchos medios en espacios privilegiados.

La realidad es que el país culposo abre espacio a una patología no exclusiva de jóvenes con aspiraciones truncadas. Desde hace tiempo ha habido impunidad social y jurídica frente a los excesos del magisterio disidente en Guerrero, Oaxaca y Michoacán, grupo que ha encontrado terreno fértil en el agravio y dolor por la tragedia de Iguala. Los padres de las víctimas se han prestado a ser utilizados. 

El sentimiento de culpa y el temor a la condena vociferante de las buenas conciencias impide aplicar la ley frente al vándalo que cierra carreteras, agrede a particulares, roba mercancía y daña inmuebles. La lección de Noruega debiera ser ejemplar: al que se aparta del código de lo debido se le detiene y si es extranjero se le expulsa, nada qué conceder al infractor que pretende hacerse pasar como víctima.

La complacencia de las autoridades se acompaña de otra todavía más perniciosa: la de la sociedad. Por eso las detenciones de los vándalos son precarias, se hace valer el prejuicio de que los detenidos son inocentes. Valen más las palabras de un activista disfrazado de abogado, que lo que puedan decir y probar las autoridades. Así los culpables eluden con regularidad la ley, incluso algunos obsesivos de la exculpación, afirman que los vándalos son infiltrados de las mismas autoridades para desacreditar la protesta.

Son muchas las razones que explican la situación: un país con una cultura antiliberal y antidemocrática es propenso a la ilegalidad y, especialmente, al desdén a los derechos de terceros. El rencor social también juega su parte. Un país que no genera orgullo y expectativas en muchos de sus jóvenes incuba y propicia una conducta antisocial. Los malos perdedores de la política también contribuyen al envilecimiento de la vida social, autoridades ilegítimas y leyes de legisladores impuestos no merecen acatarse. La protesta se torna en deber, el desafío a la ley en destino deseable. No importan los derechos de terceros, la causa está por encima de todo y de todos.

En el coctel patológico del descontento también tiene que ver la crisis de la escuela; es evidente que la formación de ciudadanos responsables y con valores ha dejado de ser prioridad, situación más evidente en las zonas más pobres del país. Pero no solo es la educación básica, también la educación superior está en problemas; se protesta de la forma más absurda y contraproducente: interrumpiendo la actividad escolar. Al menos en el caso del IPN alivia conocer que finalmente se llegó a un acuerdo para que los muchachos regresen a las aulas, algo que debió suceder desde que el secretario de Gobernación atendió públicamente el pliego petitorio de origen.

No hay para criminalizar ni hacer de la protesta patología; tampoco es útil o razonable que quienes encabecen las instituciones militares la hagan de censores; lo más conveniente es que la sociedad, sus voceros, los medios y sus organizaciones sean quienes condenen la complacencia frente al abuso, la agresión y la afrenta a los derechos de terceros. Por el daño que les provoca, quienes reclaman y protestan debieran ser los primeros en repudiar al violento que se sirve de ellos.

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