Graves estragos en la cultura
A pocos años, el vertiginoso avance del mundo digital provoca grietas profundas.
En Como aprendemos a leer -libro de cabecera-, Maryanne Wolf habla de la transición del mundo escrito al digital, de la escritura a la imagen, probablemente el cambio cultural y neurológico más importante por el que atraviesa la sociedad humana.
Recuerda otra transición crítica: la de la cultura oral a la escrita en la Grecia de Sócrates, quién la objetaba, Platón dixit, por la rigidez de la palabra escrita, la destrucción de la memoria y la pérdida de control sobre el lenguaje, pues la comprensión superficial, para el no atento, “representa una pérdida irreversible e invisible de control sobre el conocimiento”. La verdadera virtud sólo se logra con la observación del mundo, con el conocimiento y la interiorización de sus principios.
A pocos años, el vertiginoso avance del mundo digital provoca grietas profundas, a pesar de que, como muchos dicen, nunca se había leído tanto por tanta gente.
Los estragos comienzan a provocar alarma. En su artículo Vida sin cultura, el escritor catalán Rafael Argullol (El país, marzo de 2015) analiza la desaparición del “acto de leer y la mirada reflexiva sobre el arte producido durante milenios... abrupta sustitución de la lógica filosófica por la del emprendedor”, generalizada falta de prestigio de la lectura en un mundo de prisas, que probablemente oculte “una incapacidad real para leer”, lo que estaría confirmando los peores temores de Marianne Wolf.
Argullol se refiere a la lectura de textos de cierta complejidad en contraste con “bestsellers prefabricados” y “panfletos de autoayuda” que avergonzarían hasta a los “grandes autores de bestsellers tradicionales” y a los “curanderos espirituales de antaño”.
Ya estamos en una era que ha sustituido la cultura de la palabra por la imagen, leer por mirar, con resultados indeseables: “El pseudolector actual rehúye las cinco condiciones mínimas inherentes al acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libertad y soledad… reacio al valor de la palabra, confía su conocimiento al poder de la imagen”. Pero ¡oh desconsuelo! mira pero no ve: “nuestra célebre cultura de la imagen alberga una mirada de baja calidad en la que la velocidad del consumo” es inversa “a la captación de sentido”. Es el “pseudoespectador” que naufraga satisfecho en el océano de las imágenes”.
Tal vez, dice Argullol, los ciudadanos ya no relacionan su libertad con la búsqueda de la verdad, el bien y la belleza de la libertad humanista, avasallados por la utilidad, la apariencia y la posesión: “Igual la vida sin cultura es mucho más feliz. O puede que no: puede que la vida sin cultura no sea ni siquiera vida sino un pobre simulacro, un juego que sea aburrido jugar”.
Como dice Marianne Wolf, Sócrates no se enteró de la secreta esencia de la lectura: el don invisible y misterioso del tiempo para pensar y articular lo inexpresable “que una vez expresado constituye la siguiente plataforma para sumergirnos más en las profundidades o elevarnos a las alturas”. Vamos por lo segundo.