Hay que terminar con la dictadura de las minorías

Somos lo que somos luego de décadas enteras de renunciar a la educación y la cultura.

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Tenemos miedo. Creemos advertir los signos anunciadores de la hecatombe: la evasiva mirada del peón esconde la rebeldía de un hombre capaz de degollar a sus patrones; la insistencia del limosnero terminará por devenir en agresión; el empleado cumplido está esperando soltar la cuchillada por la espalda. La contenida rabia de millones de mexicanos habrá de explotar algún día. Eso nos decimos, y miramos hacia otro lado. Tenemos plausibles motivos para la violencia: nuestra sociedad es muy injusta y desigual. Esto, además, lo sabemos todos. Entonces, está sembrada la semilla de la revolución. Una chispa de descontento puede incendiar todo el país. La justicia social será finalmente impuesta a sangre y fuego. No quedará piedra sobre piedra. Comenzaremos todo de nuevo sobre las tumbas de los muertos, como lo hicimos después de la Revolución.

No toda la gente comparte la visión de este escenario de salvación pero la mayoría sí experimenta ahora la apagada inquietud que despierta la violencia. Y es que la barbarie la hemos tenido ahí, todos los días, en la televisión, y no solo el estremecedor salvajismo de la delincuencia sino la bestialidad de la gente común y corriente lo cual, si lo piensas, es algo mucho más perturbador porque viene a confirmar nuestros más oscuros temores. De pronto, hablamos de ingobernabilidad, de que el Estado, desbordado en todos los frentes, no puede garantizar ya el orden social. Y, a la vez, confrontados a la brutalidad de las fuerzas policíacas, negamos toda legitimidad a las autoridades para que apliquen la ley.

Somos lo que somos luego de décadas enteras de renunciar a la educación y la cultura. Civismo dejó de ser una asignatura en las escuelas, al paso que los maestros comenzaban a escribir con pavorosas faltas de ortografía, y en los hogares dejamos de asegurar la transmisión de los valores elementales. Nuestras ciudades, desordenadas, caóticas, saturadas de basura y de ruido, son la muestra inmediata de todo ello. Nos hemos vuelto igualmente más corruptos y más tramposos, al grado de que esta desintegración está ya teniendo un efecto bien concreto en el desempeño económico de este país.

Ahora bien, este negro panorama no llega a ser enteramente desalentador porque, después de todo, la gran mayoría de los mexicanos queremos vivir en paz. Esto es lo que, ahora mismo, debemos saber. A pesar del estrepitoso fracaso de la educación nacional, los delincuentes son una ínfima minoría de la población. Se trata de rescatar, justo en estos momentos, la idea fundamental de que, en una democracia, la voluntad de la mayoría civilizada es la norma de gobierno. Para ello hay que estar dispuestos a terminar con la dictadura de las minorías. ¿O no?

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