Iguala: se consagra el desorden

Mientras tanto, los maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación siguen acampados en el centro de Oaxaca debido a lo cual algunos comerciantes anuncian ya que van a cerrar indefinidamente sus negocios.

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México enfrenta un gravísimo problema de orden público. Ayer por la tarde, bastaba un vistazo a los diarios en línea para enterarse de saqueos perpetrados por encapuchados en pleno centro de Morelia (desvalijaron camionetas con frituras y garrafones de agua) o de la desmesurada respuesta de la policía municipal de Iguala a las manifestaciones de los estudiantes de la escuela Normal Rural de Ayotzinapa, esos mismos que prendieron fuego a una estación de servicio en diciembre de 2011, quemando vivo a un empleado (al intervenir luego las fuerzas del orden, murieron también dos estudiantes).

En los sucesos acaecidos en Guerrero este fin de semana, perecieron ocho personas, entre ellas un chofer de taxi, un ama de casa y un jugador del equipo ‘Los Avispones’ así como su entrenador.

Mientras tanto, los maestros de la CNTE siguen acampados en el centro de Oaxaca debido a lo cual algunos comerciantes anuncian ya que van a cerrar indefinidamente sus negocios.

En ese mismo estado, estudiantes del Centro Regional de Educación Normal se adueñaron de la caseta de peaje en San Pablo Huitzo, donde permitían el paso a los vehículos pero exigían una cuota para ellos; entre sus exigencias figura la de obtener una plaza automáticamente luego de concluir sus estudios, una demanda que comparten con los guerrerenses de Ayotzinapa.

En la capital de México, los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional cerraron las avenidas Constituyentes y Taxqueña, provocando apocalípticos atascos de tráfico.

El cierre de avenidas y carreteras es ya parte de la perversa normalidad que vivimos en este país. Es más, algunos funcionarios se ufanan de que las autoridades no “reprimen” a los manifestantes y de que respetan así el sacrosanto derecho a la “libre expresión”. Desde este punto de vista, estaríamos hablando de un mal menor en una sociedad que ha confundido interesadamente los valores.

Curiosamente, bajo estas reglas subvertidas se pueden pisotear impunemente los derechos de todos esos ciudadanos, la mayoría, que no tendrían por qué sufrir las consecuencias de la “protesta social”. Y lo más llamativo del asunto es que esta tal protesta pareciera sustentarse en la capacidad de perjudicar a los demás: mientras más daños puedas infligirle al prójimo —que no pueda transportar sus mercancías, que no llegue a sus citas, que pierda dinero, que experimente un agudísimo sentimiento de frustración, que tenga que cerrar su negocio— más exitosa y rentable parece ser la estrategia.

Podemos así imaginar un dialogo entre jefes: “Pues, mira, yo logré paralizar el aeropuerto: se cancelaron 200 vuelos y miles de turistas no pudieron llegar a sus destinos, je, je”. Respondería el otro: “Eso no es nada, yo cerré las vías de acceso al puerto de contenedores y detuve el envío de insumos para las plantas armadoras: las líneas de producción tuvieron que parar, ja, ja”.

La cosa se pone más seria, sin embargo, cuando los manifestantes cometen a su antojo actos de vandalismo, pillajes y destrozos. ¿Es mínimamente admisible el saqueo, por sujetos encapuchados, de dos furgonetas en la calle principal de una de las ciudades más turísticas de México? Los dueños de la mercancía sustraída, ¿no tienen derechos? ¿Para qué sirve, entonces, la fuerza pública? ¿Para qué diablos están las leyes si no es para brindar certezas y garantías a los ciudadanos?

Pero aquí llegamos a lo más desalentador de todo: cuando los cuerpos policiales intervienen —salvo esas excepciones en las que la Policía Federal y alguna que otra corporación han operado de manera impecable—, resulta que no son capaces de administrar sensatamente la fuerza y terminan disparando proyectiles a lo bestia: en Iguala, para mayores señas, mataron a siete u ocho personas.

Y, justamente, a partir de ahí se perpetúa ese nefasto círculo vicioso en el que es imposible aplicar la fuerza legítima del Estado para preservar algo tan esencial como el orden público porque la mera intervención de las autoridades sería una manifestación de la brutalidad de un régimen “represor”. Y vaya que saben, los provocadores —y todos esos grupos que negocian, a punta de imponerse abusivamente a todos los demás, exigencias tan espurias como desmedidas—, explotar el victimismo y vaya que son expertos en las artes de la denuncia y el agravio.

La torpeza de la policía, en este sentido, no hace más que aportar agua a su molino: no les faltará razón cuando lancen acusaciones y sus muertos (que son los que cuentan, porque a Gonzalo Rivas, el empleado de la gasolinera que murió quemado, nadie le ha hecho justicia) ahí estarán, a la vista de todos. Que sigan pues los desórdenes.

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