¿Invadir otra vez Iraq?

Lo que hayan podido determinar Alá y su profeta Mahoma no se circunscribe al ámbito de las convicciones de los fieles sino que hay que imponerlo —a sangre y fuego, además— en el espacio de lo público.

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Si esto no es una guerra de civilizaciones, entonces díganme ustedes qué otra cosa es: los militantes del Estado Islámico (EI), grupo insurgente surgido de las filas de Al Qaeda para enfrentar, en 2003, la invasión de Estados Unidos y sus aliados, no sólo han instaurado un régimen atrozmente sanguinario en muchas regiones sirias e iraquíes sino que se proponen ocupar, de entrada, los territorios de Turquía, Jordania, Líbano y Chipre, pasando, desde luego, por Israel.

Las ambiciones expansionistas de esa gente son verdaderamente inquietantes por dos principales razones: significan un desafío al derecho internacional pero, sobre todo, los islamistas promueven el establecimiento de una sociedad absolutamente primitiva regida por una interpretación fanática, aparte de desviada, de los preceptos del Corán.

Así como los fundamentalistas de la derecha religiosa estadounidense promueven la enseñanza en las escuelas del “creacionismo” —es decir, la explicación del origen del universo y de la vida a partir de las doctrinas religiosas, negando tanto la teoría de la evolución como los principios científicos que tratan de aclarar las cosas a partir de lo natural, y no de lo sobrenatural—, los fanáticos del EI, y de tantos otros movimientos islamistas, impulsan una visión del mundo radicalmente apegada a unos textos sagrados que, según ellos, no debieran en manera alguna ser entendidos dentro de un contexto histórico —como una manifestación de la mentalidad y creencias de una época— sino acatados estricta e inflexiblemente. 

Y así, lo que hayan podido determinar Alá y su profeta Mahoma no se circunscribe al ámbito de las convicciones de los fieles sino que hay que imponerlo —a sangre y fuego, además— en el espacio de lo público. No son metáforas o recomendaciones o mandamientos sujetos a la interpretación de cada quien, según sus muy particulares creencias, sino decretos, de aplicación universal, tan implacables como obligatorios. 

Y, en abierto repudio a una modernidad que ni conocen porque en Musulmania no han vivido la Ilustración ni experimentado directamente las derivaciones sociales del pensamiento liberal, han embutido los principios religiosos en el entramado legal del Estado de tal manera que temas como el adulterio, el consumo de alcohol o la apostasía no son meras infracciones morales sino delitos mayores sancionables por ley. 

Los castigos, por si fuera poco, son aterradores: amputaciones de miembros, lapidaciones y ejecuciones capitales.

El EI ha establecido un “califato” en los territorios que controla en Siria e Iraq y ha ordenado la expulsión de todos los cristianos que rechacen convertirse al Islam. Hay ya denuncias de decapitaciones masivas de quienes no se someten a sus advertencias. Ha capturado a las mujeres de los pueblos ocupados para convertirlas en esclavas, además de ordenar la mutilación genital de toda la población femenina. 

La persecución de los yazidíes —una minoría, mayormente kurda, que habita (o, mejor dicho, habitaba) el norte de Iraq— es descarnadamente brutal así como la de todos los otros grupos religiosos que habían convivido, durante siglos enteros, en la localidad de Mosul donde los combatientes del EI, en su condición de chiitas —es decir, miembros de una de las dos grandes corrientes de la religión islámica, ferozmente opuestos a los sunitas— han derribado bibliotecas, estatuas, monumentos públicos y tumbas, además de quemar miles de libros de historia y literatura árabe, de filosofía islámica y de ciencia. La destrucción del patrimonio arquitectónico, cultural y religioso es simplemente estremecedora.

Nos resultan muy lejanos estos sucesos y —como manifestaba un airado lector, en la ocasión en que se me ocurrió reseñar el insondable misterio del vuelo MH370 de Malaysia Airlines: “No sé por qué escribe usted sobre eso, si no viajaba ningún mexicano en el avión”— los temas de esta columna debieran tal vez privilegiar lo local en una comunidad crecientemente egocéntrica como la nuestra. 

Pero, justamente, los valores de la sociedad abierta, a los que nosotros aspiramos como nación, no pueden estar tan ferozmente amenazados, en ningún lugar del mundo, sin que ello deje también de sacudir nuestras conciencias.

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