Un jeque, un mexicano y el disfraz de la impotencia

Tengo la impresión, a lo mejor me equivoco, de que esos dos sujetos no tendrían que estar en la misma frase.

|
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram

“Un jeque árabe y un mexicano ofrecen comprar el vochito de Mujica”. No deja de darme vuelta en la cabeza este titular que leí hace unos días.

Algo está mal ahí, pienso.

Peor aún cuando me entero que el mexicano es un servidor público, el embajador de México en Uruguay, quien ofreció 10 camionetas de doble tracción a cambio del modestísimo auto del exguerrillero convertido en presidente.

Un jeque y un funcionario mexicano compitiendo por comprar un cochecito.

Tengo la impresión, a lo mejor me equivoco, de que esos dos sujetos no tendrían que estar en la misma frase.

En un texto brillante, Claudio Lomnitz escribió ayer: “El Estado mexicano siempre ha tenido serios límites de poder, pero esos límites han sido siempre cuidadosamente ocultados y negados. Unos aprovechan la fantasía del Estado omnipotente para hacer a un lado sus propias pequeñas responsabilidades y poner en vez los reflectores en el Estado como precondición de todo cambio.

“… Los presidentes, los gobernadores, los diputados y senadores han sido los primeros en servirse de esas fantasías para darse importancia a sí mismos, para construir todo un teatro de poder y, desde luego, para cobrar, y mientras más, mejor. De hecho los lujos de los políticos se han ido convirtiendo también en símbolos de la omnipotencia supuesta del Estado. Un político pobre es un pobre político, porque un político pobre (léase, modesto) no podría resistir estar a la cabeza de un Estado omnipotente”.

La multiplicación de las Suburban negras, los muchos guaruras, los carísimos relojes, los demasiados secretarios particulares, privados y personales; las enormes casas, las lujosas oficinas, los modernos hospitales en que se atienden, los protegidos clubes privados donde, cada vez más, despachan nuestros políticos y gobernantes no son más que la manera en que disfrazan su impotencia.

Sabedores del deterioro institucional que hace imposible la resolución de los problemas, expertos conocedores de la ineficacia de su chamba, quieren hacer pasar la riqueza por poder.

—Mira mi casa, mis choferes, mis coches. Claro que soy poderoso —dicen.

Vistos a la distancia se han vuelto indistinguibles de los empresarios a los que deben regular o los narcotraficantes a los que deben apresar.

Que no se extrañen ni molesten después, cuando desde una plaza alguien grite que son lo mismo.

Fueron ellos quienes eligieron el disfraz.

Lo más leído

skeleton





skeleton