La bonita tradición mexicana de la corrupción
Da gusto escuchar al líder del PAN, el señor Anaya, que sigue sin saberse si es adulto chico o niño grande...
Da gusto escuchar al líder del PAN, el señor Anaya, que sigue sin saberse si es adulto chico o niño grande, argumentar sobre una idea que en un principio parecería peregrina y que bajo sus dotes de engolado campeón de oratoria parece tener sentido: que los mexicanos no conforman una raza corrupta por naturaleza como plantea el conocimiento empírico y la investigación antropológica con laberinto de la soledad incluida; que contra lo que se podría pensar por la acumulación infinita de experiencias, no se requiere de una lobotomía masiva para superar lo que parece un mal endémico; que lo que se necesita son nuevos diseños institucionales para erradicar la impunidad.
¡Qué padre!
Lástima que no se les hubiera ocurrido nada de esto a los panistas inmediatamente después de llegar a Los Pinos. Aunque hay que reconocer que Calderón nos dejó la Estafa de Luz y el éxito de Oceanografía, entre otras maravillas, como símbolo de su legado plenipotenciario del muy preponderante Año de Hidalgo.
Es muy loable que el PAN se yerga como adalid indiscutible de la heroica lucha contra la corrupción, sobre todo porque incluye una intención que por obvia no se había puesto en la palestra como el desarrollo de una aplicación esotérica para detectar normalistas desaparecidos: agregarle a instituciones como la Auditoría Superior de la Federación no dientes, sino auténticas mandíbulas de velociraptor para que pueda ejercitar la masticación acuciosa de aquellos funcionarios que confunden el hueso con saqueo. Cada año que esta institución conforma un detallado mapa de la malversación, el abuso y el abordaje bárbaro y barbajenesco sobre las arcas nacionales, pasa lo mismo: que todas esas revelaciones sirven para maldita la cosa porque, a pesar de ser señalados, los corruptales viven felices en las festivas danzas de los millones aplicando la moreiriña.
Aunque pensándolo bien, sería triste acabar con la bonita tradición mexicana de la corrupción, el compadrazgo, perdiéndonos los espectáculos que suelen protagonizar góbers y diputeibols.
Algo que solo puede compararse en sus siniguales portentos con el apoyo bravo e incondicional que el muy romántico chuchismo navarretiano le ha entregado al góber petocho de Guerrero, cuya guayabera echeverrista parece a prueba ayotzinapas.
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