La cantilena de siempre de todas las elecciones
La democracia mexicana sigue estando fatalmente bajo sospecha.
La más inmediata conclusión sobre las elecciones del domingo pasado es que la democracia mexicana sigue estando fatalmente bajo sospecha.
Dejemos a un lado el concepto ampliado del asunto —o es decir, lo que se refiere a la representación verdadera de los intereses ciudadanos, la intervención del pueblo en el gobierno y la rendición de cuentas— y tomemos en cuenta lo meramente electoral. Pues bien, no hay manera de llevar a cabo unas votaciones en este país sin que se escuchen airadas reclamaciones, sin que los candidatos directamente enfrentados reivindiquen cada uno la victoria y sin que todo ello no parezca oscuro, truculento y desaseado.
Tenemos, diría yo, uno de los mejores aparatos electorales del mundo entero, un sistema a prueba de fraudes en el que participan personalmente miles de ciudadanos, gente elegida al azar que se desempeña como inspector el día de las votaciones y que cuenta escrupulosamente las papeletas delante de los representantes de los diferentes partidos políticos; los resultados son anunciados en todas y cada una de las mesas electorales; las urnas con los votos están selladas y permanecen todo el tiempo a la vista… ¿Qué más podemos pedir? ¿Qué otros procedimientos necesitaríamos para no sospechar, para no lanzar acusaciones a los cuatro vientos, para no descalificar el proceso, para no desconfiar y, sobre todo, para aceptar los resultados así como son, aunque no nos gusten?
Las instituciones suelen estar por encima de los ciudadanos en su condición de garantes obligadas de la legalidad. Pero aquí la distancia es abismal porque una estructura sólida y confiable, construida trabajosamente a lo largo de muchos años, puede ser denostada, a las primeras de cambio, por la persona más desinformada y superficial, así nada más, sin pruebas, por pura costumbre y como si el hecho de consignar irregularidades fuera no solo una suerte de obligación sino una prueba, en sí misma, de agudeza.
El mexicano se precia de exhibir su desconfianza en todo momento y por eso se solaza en la suspicacia como respuesta casi automática a cualquier posible presunción. Esta malicia crónica no es otra cosa que una especie de ingenuidad al revés, algo de lo que ya he hablado en estas líneas: el cándido se lo cree todo, como bien sabemos. Pues bien, el presunto astuto también se traga cualquier patraña siempre y cuando se trate de algo dudoso y, desde luego, conspiratorio. Y así, en esta cultura nacional de la sospecha, las cosas nunca pueden ser simplemente lo que son. Es decir, una jornada electoral celebrada en México no puede ser un día regular, un tranquilo testimonio de nuestra normalidad democrática, sino que debe llevar historias de chanchullos, trapacerías, trampas y complots.
El comportamiento de algunos integrantes de nuestra clase política, en este sentido, no podría ser más desafortunado: son los primerísimos en gritar ¡al ladrón!, los más visibles quejicas, los más directos agraviados y los más combativos denunciantes. En lugar de irse a casa como buenos perdedores, aducen “irregularidades” e interponen de inmediato querellas en los tribunales electorales manchando así todavía más el precario prestigio de una democracia, la nuestra, que debería, por el contrario, merecer el reconocimiento de sus propios protagonistas.
Y, bueno, ya sabemos quien puso el ejemplo, en 2006, y los réditos personales que obtuvo de su interesada rabieta. Emuladores no le faltan, por lo que parece, sin importarles a ellos el daño que le causan a nuestras instituciones en un momento, por si fuera poco, en el que los organismos electorales padecen la creciente embestida de los partidos políticos.
Al ver los excesos perpetrados por los hombres del poder en ciertos países del subcontinente latinoamericano, nuestra primera reacción debiera ser un reconocimiento a la fortaleza y autonomía de muchos entes del Estado mexicano: ahí están, para mayores señas, el IFE, el Banco de México, el INEGI, el Coneval y otros que no pueden ser manipulados a su antojo por los politicastros de turno. Esta realidad es innegable y cuanto antes nos enteremos los ciudadanos, mejor.