La democracia más vieja de América
La concepción de una nación desde el punto de vista político sin duda le imprime un sello de individualidad...
La concepción de una nación desde el punto de vista político sin duda le imprime un sello de individualidad. Los incipientes experimentos de democracia del Siglo XVIII en Europa y América tuvieron infinidad de destinos; algunos ahogados en baños de sangre como la Revolución Francesa, cuyo origen extremadamente violento la tiñó de una especie de maldición que ha sido el sino de todas las revoluciones de la historia: se sabe cómo empiezan, pero no como terminan. Por otro lado tenemos la Revolución de las Trece Colonias de Norteamérica de 1776. Su principal peculiaridad es que fue iniciada por personas que tenían los derechos como habitantes de colonias británicas que ni en sueños tuvimos los que caímos en el infortunio de ser colonia del régimen más retrógrado de Europa: España.
Los colonos estadounidenses fueron ciudadanos británicos desde el inicio, ese derecho fue el principal reclamo de los latinoamericanos y vinimos a tenerlo al recibir la ciudadanía española por decreto gracias a la Constitución Cádiz de 1810. En la hermosa urbe gaditana hay una bella placa en mármol negro del Gobierno de México como agradecimiento al único gesto progresista y moderno que tuvo España con América en 300 años de colonia, más vale tarde que nunca, dicen, pero en el caso de España, sí que fue tarde. En ese mismo año el pabellón del Águila y la serpiente ya ondeaba orgulloso.
Los colonos norteamericanos tuvieron una diferente lucha, fue en base a impuestos, a mercadeo, no fue orientada jamás a nacionalismos nacientes ni nada por el estilo, simplemente se decidieron separar de Inglaterra porque “les iba a ir mejor”. Esa es precisamente la clave de éxito: hacemos nación para ganar más (no nos engañemos: el dinero es divino). Y ahí empezó el dilema de qué tipo de nación hacer: ¿Una monarquía? ¿Un estado dictatorial? ¿Un estado parlamentario?
En fin; cómo juntar todas las intenciones, ideas y nociones de cada uno de los ciudadanos sin hacer que cada uno desfile delante de un gobernante para que le cuente sus problemas e ideas. De ahí la idea de dos cámaras de representantes en base a la cantidad de pobladores de cada lugar.
En la primitiva constitución estaba también abierto el tema de los cambios o enmiendas. Tal como dijo uno de sus precursores, Thomas Jefferson: “no me gusta cambiar leyes, pero, al igual que no podemos pedir a un hombre que use su abrigo de la infancia, no podemos pedir a nuestros descendientes que usen las leyes de sus bárbaros ancestros”.
El régimen presidencial también tuvo que ser diseñado desde cero, pasaron hasta por las más abigarradas ideas como la de John Adams de llamar al presidente “Su Majestad El Presidente”, cosa que fue descartada por un seco Washington al decirle: “con Señor Presidente basta Adams”. Este 8 de noviembre una vez más la democracia más vieja de América decide quién la va a gobernar, esperemos que el recuerdo de tan grandes y preclaros hombres no los impulse a poner un fantoche en la silla del gobierno hecho “uno entre muchos” o como se le conoce: “E pluribus, unum”