La evidente falta de interés de Obama
La prensa estadounidense recalca que pasó más horas jugando al golf, el fin de semana anterior en California, que las que dedicó a su visita de Estado en Toluca.
Según parece, los mexicanos queremos a Obama. O sea, que nos cae bien el hombre. Mientras tanto, en la lista de sus prioridades de él, México estaría, digamos, en el antepenúltimo lugar.
La prensa estadounidense recalca que pasó más horas jugando al golf, el fin de semana pasado en California, que las que dedicó a su visita de Estado en Toluca.
Ahora bien, cuando se le aparece un colaborador para ponerle en la mesa el tema de la inmigración ilegal, ahí sí, su respuesta es inmediata, contundente y persuasiva: de las 368 mil personas que fueron deportadas en 2013 por su Administración, 241 mil eran mexicanas.
No tiene la culpa, desde luego, de que su país sea tan atractivo para esos millones de compatriotas nuestros que no sólo sueñan con afincarse en Texas, Illinois, Oklahoma o California sino que lo declaran abiertamente: según varias encuestas, cuatro de diez ciudadanos de Estados Unidos (Mexicanos) preferirían habitar en Estados Unidos (de América).
Y no se le puede tampoco reprochar que se ocupe de asumir responsabilidades tan concretas como la inviolabilidad de sus fronteras, por más que la economía de nuestro vecino país esté sedienta de mano de obra barata (ya lo decía uno de nuestro clásicos: “Los mexicanos están dispuestos a desempeñar trabajos que ni los negros quieren hacer”).
Quien sí se tomó su tiempo y exhibió el debido interés fue Stephen Harper, el primer ministro canadiense, que se descolgó por estos pagos la víspera del encuentro de los Three Amigos para impregnarse de transitoria mexicanidad y contactar a gente de relumbrón pero, al final, la madre de todos los asuntos con Canadá, a saber, la agobiante tramitología que deben afrontar los viajeros aztecas para adentrarse en aquellas tierras septentrionales, no fue en manera alguna derogada.
Y, en lo que toca a las peticiones canadienses, no le plantearon mayores exigencias al presidente Peña —con proceder unilateralmente al cierre de sus fronteras se han dado por satisfechos (y esto, a pesar de las consecuencias negativas que las medidas han tenido en su sector turístico)— pero tampoco lograron que su otro gran socio comercial les prometiera siquiera una fecha formal para emprender la construcción de la cuarta fase del oleoducto Keystone que, pretextando afectaciones al medio ambiente, la Administración estadounidense ha bloqueado indefinidamente. No da para tanto la amistad entre los miembros del club.
El NAFTA (es decir, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, puesto con sus siglas en inglés) fue aprobado gracias a la votación de los republicanos en el Congreso de Estados Unidos. No es un tema muy popular en ciertos sectores de ese país —sindicatos, organizaciones sociales, grupos corporativos— porque piensan que provoca pérdidas de puestos de trabajo, deslocalizaciones de empresas y desajustes a la balanza comercial.
No hay que decirlo en voz demasiada alta pero el acuerdo ha sido tal vez más beneficioso para México. De cualquier manera, en términos globales, la alianza entre los tres países ha conformado el bloque comercial más poderoso del mundo entero. Y fue, justamente, un presidente republicano, George H. W. Bush, quien lo negoció con Carlos Salinas y Brian Mulroney.
Posteriormente, Bill Clinton hubo de necesitar del consentimiento de los representantes populares para su ratificación reglamentaria pero, a pesar del posible cabildeo de la Casa Blanca, en las filas del Partido Demócrata no ha habido nunca un apoyo demasiado entusiasta a la iniciativa.
La indiferencia de Barack Obama, en este sentido, no expresa otra cosa que el desgano de siempre, por no hablar de un rechazo abierto (el actual presidente estadounidense prometió, durante su campaña, “revisar” el NAFTA al igual que esa izquierda del espacio político mexicano que, yendo más lejos, plantea su revocación pura y simple).
En fin, lo más sorprendente en el asunto de la integración regional es la evidente falta de interés, de parte de nuestros socios, por conformar una auténtica unión norteamericana. Y esto, a pesar de que Canadá y México son los principales destinos comerciales de Estados Unidos y de que los primerísimos beneficiarios de la expansión económica de nuestra nación —propulsada mediante ayudas y fondos de cohesión como los que implementó en su momento la Unión Europea— serían precisamente esos otros dos países que ahora se atrincheran con vallas fronterizas y requisitos engorrosos.
Obama, por lo pronto, no tiene empeño alguno en este propósito. Hay que esperar a que deje la Casa Blanca. El próximo presidente tal vez nos resulte menos simpático pero será sin duda más visionario.