La hora del futbol

Ese espectro gracias al cual van ahora a conjurarse los aviesos conspiradores que pretenden consumar la venta de la nación por la puerta de atrás, es el balompié, ni más ni menos.

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Algo muy fuerte han de haber sentido que flotaba en el ambiente los detractores de la reforma energética como para exigir, de manera más o menos airada, que se suspendieran temporalmente los trabajos en nuestro Congreso bicameral. Y, bueno, ese fantasma que recorre el mundo, ese espectro gracias al cual van ahora a conjurarse, en santa jauría y con un perverso sentido de la oportunidad, los aviesos conspiradores que pretenden consumar la venta de la nación por la puerta de atrás, es el futbol, ni más ni menos.

Ustedes perdonarán la trasnochada retórica revolucionaria de la que me sirvo, parafraseando descaradamente el Manifiesto Comunista, para consignar este episodio de la vida nacional pero, más allá de que es innegablemente ridícula la exigencia de que se interrumpan las sesiones en las Cámaras porque el “pueblo bueno” de este país se encontrará apoltronado frente a los televisores, en un estado de trance —embelesado, extasiado, embobado, pasmado, atónito o, por lo menos, irremisiblemente distraído—, lo que sí es innegable, así fuere por las cifras que logra mover en la economía global, es la suprema importancia de su majestad el balompié.

Circula la especie, elevada al rango de acusación tremebunda, de que nos quieren engatusar, a los naturales de Estados Unidos (Mexicanos), a punta de pan y circo. Muchos de los damnificados no alcanzan a detectar por dónde viene el bocadillo aunque algunos programas asistenciales del Gobierno, según dicen sus más avezados críticos, se han implementado deliberadamente para apaciguar al personal y, por ahí, para agenciarse sus votos.

Y lo del circo, dentro de este esquema de adormecimiento programado de las conciencias de los ciudadanos, no sería más que un complemento para rematar buenamente la faena. Los usos, según parece, no han cambiado desde que el poeta romano Juvenal acuñara su famosa locución panem et circenses, en el siglo I, A.D., en una de sus Sátiras. O, a lo mejor, quienes no hemos evolucionado seguimos siendo nosotros, que nos contentamos con bien poco, que traficamos alegremente nuestra soberanía y que les cedemos, a ellos, el terreno para que se vuelvan cada vez más ricos y más poderosos.

Volviendo el tema del balompié y su trascendencia galáctica, no cabe duda de que la atmósfera del planeta entero (salvo, tal vez, en los territorios de nuestros vecinos del norte) se ha impregnado totalmente de aromas futbolísticos, con avasalladoras fragancias brasileñas. Pero, miren ustedes, lo curioso es que muchos de los propios brasileros —los paulistas y los cariocas, sobre todo— no quieren entrar por el aro y, en plan declaradamente respondón, se han puesto bien gallitos con su paros, sus huelgas, sus algaradas y sus motines hasta el punto que los de aquí, los de casa —exceptuando tal vez aquellos de la muy perniciosa CNTE que, como bien lo sabemos, son raza de mucho alboroto— parecen, de pronto, extrañamente sosegados.

Dicho en otras palabras: las reformas, hasta las más drásticas, se van a tramitar y, cuando nos despertemos del sueño mundialista, el dinosaurio seguirá estando allí, tan campante como siempre. Mientras tanto, no sabemos si la competición se podrá llevar a cabo allá, en Brasil, en un entorno de entera paz social.

Ah, y en el panorama de oscuros intereses y astronómicas ganancias económicas del futbol no se puede soslayar el papel de doña FIFA, el órgano rector del balompié mundial, cuyos modos mafiosos no se explicarían que a partir de su condición de corporación supranacional: un organismo que prácticamente no rinde cuentas a nadie, que inventa sus propios reglamentos y que, en estos pagos, tendría a algunos de sus más conspicuos favoritos en la persona de una Federación local que permite alegremente la multipropiedad, que trafica a su aire con los jugadores, que vende franquicias sin reparo alguno y que celebra muy jugosos contratos publicitarios con los afortunados patrocinadores de un equipo que no deja de ser lo que es, un segundón, por más que El Piojo tenga tamaños y que las publicidades, de una insufrible cursilería y un patrioterismo tan ramplón como ridículo, nos quieran intoxicar de esplendores alquilados.

Luego de estas parrafadas tan tenebrosas —que reflejan de cualquier manera una realidad—me siento llevado a manifestar, con el obligado ánimo conciliador del aficionado de corazón, que quienes amamos el balompié vamos a estar, en efecto, totalmente sumergidos en la más prodigiosa de las fiestas. Es la hora del futbol. Y, pues sí, que se derrumbe el mundo. Luego, ya veremos lo que hacemos.

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